jueves, 20 de mayo de 2010

Léeme


Dos de la madrugada. La locura y el desorden de urgencias contrastaban con la calma y el silencio de aquella novena planta. Agotado, vencido por el descontrol, cruzó el pasillo en penumbra con la cabeza baja. Tras revisar la medicación de un par de pacientes se dirigió a su despacho. Se sentó frente al escritorio. No podía dormir. La noche lo activaba. Decidió poner al día algunas historias. Mientras se encendía el ordenador buscó en su maletín el tabaco de las guardias. Fue entonces cuando reparó en un sobre blanco que no recordaba haber puesto ahí. “LÉEME”.


Reseña de un médico poeta


Padece de empatía.

Sana, enferma o muere

a la par de los pacientes.

Ofrece su cuello a degüello,

el primero,

a edipos de sonrisa de oro.

Se considera desastre y vuela

pero sólo hay ventura cuando pisa.


Muda su piel frente a la sierra

cada otoño y cada primavera.

Amasa reproches en invierno

y en verano pierde apuestas.

Diseña carteles con luces de neón

para su terraza de Las Vegas.


Tiene labios de geografía confusa

con estrías cambiantes y difusas

letras mengüantes de historias mutantes

que evidencian su estado de ánimo.


Orina anécdotas sobre la luna

en las madrugadas escarchadas.

Juglar de la vida de sus juglares,

soldado desconocido de tertulias

reclutado por Calíope para sus batallas.

Orfeo regresado del inframundo

que compone una nana improvisada.


Renace a la vida en el desierto

donde llena de lluvia su boca

y toman olor a tierra mojada

su pecho, su cuello y su nuca.


El médico poeta receta insomne

poemas sobre la almohada

que luego olvida

tatuados en mi espalda.

Origina tifones en mi ombligo

y a la orilla de mi vientre

suspira oleaje de marejada.


Sólo compone, el poeta,

cuando arrecia la tormenta

cuando se desmorona la montaña

bajo los pies de musas inquietas.


Vacío el cuaderno cuando rige el sosiego.

Seco el tintero cuando gotea la calma.

Dos meses lleva, el poeta,

sin escribir una palabra.