miércoles, 31 de diciembre de 2008

My Blueberry Nights




Si aún no has visto la película, tal vez no quieras leer este post.


Se había quedado dormida sobre la barra, con la mejilla derecha apoyada sobre el frío mármol. Él la observaba desde el otro lado, junto a la máquina del café. Todo parecía prácticamente igual que aquella otra noche, hacía casi un año. No había más clientes en el bar, y las luces de neón del exterior llenaban de sombras intermitentes el rostro de Elizabeth. De la misma forma que la última vez, una minúscula manchita blanca en la comisura de sus labios, delataba el helado de nata que acaba de tomar. Su boca debía saber a ese helado y al pastel de arándanos al que acompañaba. Lo había tomado poco a poco, como aquella última primavera, partiéndolo en pequeños pedazos y mojándolos en la nata antes de comerlos con el tenedor del revés.
Había pequeñas diferencias. Su ondulado cabello negro no caía anárquico en esta ocasión, y estaba recogido en un ajustado gorro de lana verde, de un verde intenso que contrastaba con su piel dorada y su suéter azul. Pero más allá de eso, el principal cambio que había experimentado no podía advertirse en lo superficial.
La chica que había dormido en su barra hacía trescientos días tenía el corazón roto. Él había reconocido su enfermedad desde el primer momento. La razón era que él la había padecido también. La tortura que se aprisiona en el estómago (que no en el corazón), y que te lleva a pensar que hay alguien sin el que no se puede vivir, puede empujarte por diversos caminos. Depende de quién eres y cómo decides sanar. Incluso, cabe la alternativa de no curar nunca. Dejar todo, poner pies en polvorosa y trabajar quince horas diarias a miles de kilómetros, o regentar un bar que está abierto ocho días por semana y en el que nadie pide tarta de arándanos. Son un par de opciones.

La chica que hoy dormía sobre la barra parecía estar completamente curada. El chico de 1’80 y cabello castaño oscuro se había esfumado. Jeremy tenía la certeza absoluta de que así era. No lo habría intentado de nuevo de no ser así.. Apoyó su cabeza en la barra desde el otro lado, quedando su rostro frente al de Elizabeth pero al revés, y la besó. Ella le devolvió el beso. Había recorrido un largo camino. Un trayecto circular que la había llevado hasta aquel mismo emplazamiento, donde todo se había hecho pedazos y donde todo pudo ser remendado.










Es difícil encontrar películas en las que el amor sea el tema central y que no tengan un marcado tufillo cursi. Era más fácil con las de antes, esos llamados grandes clásicos, historias de amor en blanco y negro. Por eso, cuando me topo con alguna actual que, en mi modesta opinión, pasa con nota la evaluación de película romántica de buena calidad, poco menos que me entusiasmo. Es el caso de My Blueberry Nights. Podría incluso decirse, que la última película de Wong Kar Wai (In the Mood of Love, 2046) sufre de un romanticismo exacerbado. ¿Y por qué no? Una historia de historias, distintos tipos de amor y desamor. Un viaje acompañado de canciones de ensueño y una forma de entender el cine en el que los colores, las miradas, los silencios, el caminar de una persona…contribuyen a emocionar minuto a minuto.




viernes, 19 de diciembre de 2008

Auf wiedersehen....


Puntual hasta el último día. No podía ser de otra forma. El timbre de dos notas del apartamento 18 suena exactamente a las nueve menos cuarto. Me dirijo hacia el recibidor echando un último vistazo a las vacías habitaciones. Al abrir la puerta, la sonrisa del señor Grünwald me da los buenos días. “Gruss Gott!” Nos estrechamos efusivamente las manos y juntos comenzamos a extinguir mis últimos minutos en Viena, de habitación en habitación, cruzando en zigzag el pasillo. Todo está preparado, todo está limpio, todo está ordenado. La fianza de la desconfianza vuelve a mi bolsillo.

“Hasta siempre”. “Gracias por todo”. “Espero volver algún día”. “Adiós señor Grünwald, salude a Helga de mi parte”.

Frente al número quince de Helwagstrasse me espera el coche que el instituto ha puesto a mi disposición para ir al aeropuerto. Un imponente mercedes negro, casi una limusina…”Buenos días”, el chófer me saluda en español. Abandonamos la ciudad acompañados del nuevo Danubio a la izquierda. Me explica que su compañía generalmente traslada a gente de negocios, artistas, políticos. Donde estoy sentada lo estuvieron nada menos que….Brad Pitt y Angelina Jolie. Me pasa una hoja con fotos de un periódico austriaco, en las que se ve a la pareja saliendo del susodicho auto y a él mismo abriendo la puerta….Me da igual…Sigo moviendo mi cabeza pero hace minutos que he dejado de atenderle. Quiero despedirme de esta vieja ciudad.

Me he acostumbrado a la vida entre tus calles. Me he acostumbrado al silencio de tus gentes y a esa actitud melancólica-depresiva que en noviembre tiñe de negro y gris abrigos zapatos y paraguas. Me he acostumbrado a viajar en un metro que no me hace esperar. Y a la voz en off masculina, que en alemán anuncia las paradas de la línea 6, desde Dresnerstrasse hasta Westbanhof. Al sabor de un melange entre la madera y el terciopelo estampado de un viejo café. Me he acostumbrado a caminar descalza sin sentir frío. A pasear por la ciudad sin rumbo, descubriendo mil vienas en una. Siempre algo que hacer, capital de cultura. Música y pintura tatuadas en cada rincón.
He vivido dos Vienas. La primera, la de la recién llegada, la del verano, la de la ilusión, la del descubrimiento. La mente amparada en un sol amable, caminando abrigada de una soledad llevadera entre parques, puentes y plazas. El corazón, sin embargo, en España. La segunda, la del invierno, la del trabajo, la de la lluvia que funde en gris calles y cielo. La del calor sobre parqué y bajo techo. Cena y película. Cal y arena. Y el corazón girando sobre un vinilo que ronca, y por la costumbre, ya no puede despertarme.

El sueño ha concluido.

Es hora de despertar en Granada y agradecer a los dioses que fui capaz de volver sin tatuar a medusa en mi espalda.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Mauthausen


Silencio y soledad. Nieve bajo mis pies y un aire helado que atraviesa sin pudor mi abrigo nuevo.
Me encuentro en el centro del patio de cocheras. Cierro los ojos y de repente cae la noche. Escucho el rugido de motores y el portón de acceso se abre para dejar paso, en blanco y negro, a varias camionetas. Me atraviesan como si no estuviera allí.
Se detienen en el centro y comienzan a escupir gente de su parte trasera al grito de “¡schnell, schnell!”.

Cobijada en una de las esquinas del patio me percato de que estoy en el principio del fin, donde la dignidad de hombres y mujeres comienza a ser arrancada a jirones junto con su ropa.
Sus cuerpos desnudos aún me parecen humanos. Piel sobre carne y carne sobre hueso. Aterrorizados, expectantes…humanos.

En un abrir y cerrar de ojos se hace de día. La nieve no deja de caer. Subo las escaleras que conducen a una segunda y mayor puerta. Si tras la primera quedaba fuera la dignidad, cruzar ésta equivalía a dejar atrás cualquier esperanza de recuperarla.

Ante mí el patio principal, bordeado de barracones. Comienzan a salir centenares de personas de aspecto cadavérico, uniformados a rayas. Se alinean frente a las casetas. No hay carne. Pellejo. Hueso. Es la segunda revista del día.
Poco a poco forman una fila y abandonan el patio. Se dirigen a la cantera. Los 186 peldaños de la Escalera de la Muerte retendrán a no pocos de ellos, que estarán ausentes en el tercer y último recuento.

En el minuto siguiente cae la tarde. Hace mucho frío. Me refugio en uno de los edificios a mi derecha, amparada en mi invisibilidad. En una habitación de temperatura más agradable algunos hombres juegan a las cartas en una mesa circular. Llevan el mismo uniforme rayado que los sujetos de los barracones, pero son totalmente diferentes. Los integrantes de este grupo de aliento borracho ríen y hablan en alemán, e incluso se permiten gestos de complicidad con un oficial de las SS, que reparte una mano de naipes. De una esquina de la habitación emerge uno de estos presos, abrochándose el pantalón. Sin mediar palabra ocupa el lugar de otro en la mesa. Este último desaparece por la misma esquina. Le sigo. Entra en una habitación situada al final del pasillo contiguo a la sala de juegos. Antes de cerrar la puerta tras de sí alcanzo a ver una cama pegada a la pared y el cuerpo blanquecino de una mujer vuelta de espaldas, acurrucada en posición fetal. Corro hacia la puerta e intento abrirla, pero el pomo no cede. Fuerzo mi mano hacia la derecha y cuando finalmente se abre me encuentro en otro lugar.
Es el museo, y ya no estoy sola. Binnur con su bufanda roja y Karim con su chaqueta verde oliva, están conmigo, observando los paneles. Me relajo en el papel de historiadora. Cifras, nombres, documentos, planos, mapas, fotos, números.
Pero el recorrido llega a su fin y una nueva estancia se abre ante nosotros. Accedo a ella y el blanco y negro reaparece. De nuevo soledad y silencio. Es el punto de no retorno. Las habitaciones de la ignominia. Voy pasando de una a otra con las manos en los ojos, pero con los dedos un poco entreabiertos. Cuerpos gaseados en la primera. Cuerpos congelados en la segunda. Descuartizados en la penúltima, y en el centro de la última de ellas, un horno crematorio. Cenizas.

Salgo corriendo, pensando que se ha acabado, pero dos reclusos escoltados me atraviesan y me paro en seco. Susurran español. “¿Pero dónde vamos?”. “A mí me han dicho que van a tallarnos”. “¿Y para qué quieren tallarnos?”. Uno de ellos es introducido en el edificio. Le sigo. En el muro de una habitación vacía hay un medidor de estatura con una especie de reposacabezas. El reo se sitúa en él. De repente una ranura se abre y tras un ruido sordo su cuerpo se desmorona en el suelo. Alguien le ha disparado en la nuca.

Siento que acarician mi mano y vuelvo a la realidad. Es Binnur. “Se está haciendo tarde, pronto cerrarán”. Los tres cruzamos de nuevo el patio principal, en dirección a la cantera.
Pisando la nieve nos adentramos en una especie de jardín salpicado de monumentos. Localizo en el centro uno compuesto por cinco columnas. Es el erigido en memoria de los republicanos españoles. Está anocheciendo y la nieve cae cada vez con más fuerza. Deposito en el centro un pequeño ramo de flores que difícilmente sobrevivirá a la noche. Frío, silencio, rabia y vergüenza.

Es noche cerrada. Nuestro coche abandona por la estrecha y tortuosa carretera aquel lugar enclavado en medio de la nada. No hay conversación en el viaje de regreso a Viena. Sólo silencio y dolor.

Sirva de lección a los vivos la suerte de los muertos.






El campo de concentración nacionalsocialista de Mauthausen comenzó a ser construido en 1938 y fue liberado en mayo de 1945. Más de 195.000 reclusos estuvieron internados en él y sus campos auxiliares. Más de 105.000 murieron. Es considerado también el campo de los españoles, ya que fue el que más recibió, unos 7500, pereciendo allí más de 5000.

Hoy día es un museo-memorial. Durante la visita se puede percibir muy bien la complejidad organizativa de este tipo de campamentos. No es una simple historia de verdugos y víctimas. Los distintos grupos de presos, los diferentes estatus de cada uno, la evolución de la guerra y la influencia de la misma en el trato que recibían. La resistencia organizada de unos, la servil sumisión de otros. El laberinto de relaciones de poder. Una complejidad que ha sido y es estudiada por historiadores y a la que no me he permitido ni acercarme remotamente en este relato. Sólo he plasmado algunas de las muchas sensaciones que viví estando allí en el, oficialmente, día más frío desde que llegué a Austria.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Cuenta atrás


El invierno se ha dejado de titubeos y ha ocupado la ciudad por sorpresa. No debería haberme cortado el pelo otra vez. Cuando cruzo Hellwagstrasse para coger el metro, un airecillo helado sopla en mi nuca, recordándome que ha comenzado la cuenta atrás.

En menos de un mes me despido de Viena. En menos de un mes me despido de mi apartamento en el distrito veinte, que bien por la fuerza de la costumbre, o bien por las idas y venidas a lo largo del pasillo púrpura que lo estructura, es ya mi casa. No huele más al matrimonio Grünwald, y sólo aquellos que no son yo pueden percibir un olor distinto a la nada.

¿Seré capaz de atrapar estas últimas semanas antes de que se escapen volando hacia la memoria de un tiempo perdido?

Un poco de terapia musical, y a comenzar de nuevo.



Love Will Tear Us Apart- Joy Division








When the routine bites hard
And ambitions are low
And the resentment rides high
But emotions wont grow
And were changing our ways,
Taking different roads

Then love, love will tear us apart again
Why is the bedroom so cold
Turned away on your side?
Is my timing that flawed,
Our respect run so dry?
Yet theres still this appeal
That weve kept through our lives
Love, love will tear us apart again
Do you cry out in your sleep
All y failings expose?
Get a taste in my mouth
As desperation takes hold
Is it something so goodJust cant function no more?

When love, love will tear us apart again

Cuando la rutina aprieta,
y las ambiciones están por los suelos,
y el resentimiento cabalga fuerte,
las emociones no crecen.
Y al cambiar nuestros caminos,
tomando carreteras diferentes.
El amor, el amor nos destrozará otra vez.

¿Por qué la cama está tan fríaen el lado en el que tú estás?
¿Soy yo el que no está a la altura?
¿Hemos perdido el respeto mutuo?
Todavía queda algo de atracción,
que hemos mantenido a lo largo de nuestras vidas.
Amor. El amor nos destrozará otra vez.

¿Gritas todos mis errores
cuando estás durmiendo?
Tengo un sabor en la boca.
Mientras la desesperación aguanta.
¿Es eso algo bueno?¿No podrá funcionar nunca más?
Cuando el amor,… el amor nos destrozará otra vez.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Friedhof der Namenlosen (El cementerio de los Sin Nombre)


El joven Helmut seguía los pasos del padre Prengel en aquel otoñal sendero junto al Danubio. “Como habrás podido observar, hermano, lo más fatigoso de este trabajo es llegar hasta aquí”. Helmut lo sabía muy bien. Más de tres horas en un incómodo carruaje desde el centro de Viena le habían convencido de la necesidad de trasladarse, al menos temporalmente, desde el seminario hasta allí para poder llevar a cabo sus nuevas tareas. Tal vez alquilaría alguna habitación en la cercana aldea de Schwechat, tal y como el viejo párroco le aconsejaba mientras abandonaban juntos el camino. Se adentraron en un pequeño bosque, poblado principalmente de abetos y castaños, y pronto divisaron un edificio circular a medio construir. “Esta es la futura capilla, hermano Grossman. Es de vital importancia que tomes cuidado de las labores de construcción. Estos obreros de Schwechat son de mucho zanganear y poco trabajar, y la necesitamos acabada para el invierno que está llegando”. Bordearon el muro que alcanzaba ya una altura de tres metros y descendieron unas escaleras de piedra. “Y aquí está la razón de nuestro trabajo, hermano”. Helmut dirigió su mirada hacia el cementerio situado frente a él. Había al menos unas cien tumbas. Estaban formadas todas ellas por montículos de tierra, cubiertos de flores resecas y de las hojas amarillas que la brisa arrancaba de los castaños que las rodeaban. Una cruz negra en la cabecera y un candil que cobijaba una vela roja a los pies de un cristo en tonos plateados. Nada que ver con las tumbas del Cementerio Central de la ciudad, en las que tan sólo bloques rectangulares de granito anuncian la presencia de los difuntos bajo un verde manto de cesped.
“No es como lo esperaba”, susurró Helmut. “Encontrarás muchas cosas que no esperas estos meses. El otoño es especialmente complicado aquí”, le respondió el padre Prengel. “Es cuando llegan más cuerpos, ¿verdad?” . “En verano y primavera apenas aparece algún que otro cadáver, pero el pasado año recibimos diez sólo en el mes de octubre. Aunque septiembre de hace dos años fue el peor mes de todos, con la llegada de veinte almas. Necesito un respiro, hermano Grossman, y tu amable ofrecimiento me lo va a conceder”. El joven cura conocía bien la historia. Septiembre de 1899 había sido un mes negro, e incluso los periódicos habían tratado el tema. Fue así como comenzó a interesarse por tan singular cementerio. Permaneció durante unos segundos pensando, con la mirada perdida en las tumbas. “¿Puedo hacerle una pregunta, padre? El hecho de que aparezcan más cadáveres en estos meses, ¿no estará relacionado con que nuestro estado de ánimo, en el tiempo previo al invierno, sufre esa especie de abatimiento que entristece el alma?”. El padre Prengel asintió: “Es muy posible, sí”. Helmut continuó: “Pero en ese caso estaríamos hablando de suicidios...y padre, no hay lugar para los suicidas en campo santo, me equivoco?” “No te equivocas, hermano, pero pasas por alto que no tenemos la certeza de que así sea. Sólo recibimos los cadáveres de personas desconocidas, personas sin nombre, a las que el Danubio, de una forma u otra, ha quitado la vida. Nosotros les damos cobijo en nuestro pequeño cementerio, pero será Dios quien decida si merecen o no el descanso eterno”.

Desde el sendero se escuchó la voz de un niño que los llamaba a voces. Prengel le dijo que era el pequeño de los Hochstoeger, y que le haría las veces de monaguillo en las misas que hubieran de celebrarse. Llegó corriendo hasta ellos. “Padre, han mandado recado desde Viena. La policía vendrá esta tarde a traer un nuevo cadáver. Es una mujer”. “Gracias Martin, avísame en cuanto lleguen”. El viejo párroco suspiró y rodeó amistosamente con su brazo el hombro de Helmut. "Ayúdame, hermano Grossman, tenemos una misa que preparar. Esperemos que no llueva”.





Al menos dos horas despierta en la cama. Al menos dos horas mirando al techo de madera. A su lado y dándole la espalda estaba él. La razón de todo y de nada. Dos horas despierta sin moverse, respirando sin respirar, mirándole sin mirarle, sólo con el rabillo del ojo. Podía intuir su nuca y su oreja, pero apenas escuchaba su respiración. ¿Estaría despierto? No quería ni girarse para no despertarle. La noche no había ido mal del todo. Se había sentido en cierto modo amada, tal vez incluso algo deseada. Pero la mañana llegaba, y su marido despertaría, como siempre, de mal humor. Los primeros días juntos ella había buscado su mano bajo las sábanas, había acariciado su rostro dormido e incluso había tratado de besarle algún que otro amanecer. Aprendió la lección pronto. La conversación llegó pocos días después del enlace. “Lo siento, pero no puedo dormir acompañado. He pedido que te preparen la habitación del ala oeste. Si no duermo no me encuentro bien. No puedo trabajar….¿lo entiendes, verdad?”. Claro que no podía entenderlo, porque si de ella dependiera pasaría encaramada a su cuello las venticuatro horas del día. “Estupideces románticas…tantos años leyendo esas novelas que te han envenedado la razón…Todo está como tiene que estar, hija.” le regañaba su madre, cuando en ella buscaba algún consejo. Así empezó todo. Los días poblados de indiferencia comenzaron a ser los más, y los destellos de cariño o amor comenzaron a ser los menos, aunque siempre, efímeramente reconfortantes.
La necesidad de viajar desde Budapest a Ratisbona para visitar a su tía enferma les había vuelto a reunir en el mismo colchón durante unas horas, dos años después. Pero aquella madrugada ella no podía dormir más. Él no despertaba, y aún no era de día completamente. ¿Cuánto tiempo más habría de pasar para que él se levantara, dijera la dichosa primera palabra del día y ella pudiera escapar de aquel camarote que la asfixiaba? La desesperación se adueñaba de sus entrañas, allí, tendida en la cama, sin mover un músculo. Quería llorar, gritar, zarandear, arañar y besar a aquel ser inanimado. Comenzó a sentir una fuerte presión en el pecho. Necesitaba salir de allí como fuera o explotaría en mil pedazos. Se arriesgó. Abrió las sábanas lentamente. Salió de la cama sin hacer apenas ruido. Él pareció no despertar ...¿o tal vez estaba despierto, y se apiadó por una vez de ella? Abandonó el camarote tan sólo cubierta por el camisón. Necesitaba aire fresco y la cubierta no estaba lejos. Serían sólo unos minutos. Todo estaba en silencio y comenzaba a intuirse la llegada del amanecer gracias a una tenue luz solar que peleaba con la de la luna sobre las aguas del Danubio. El Danubio. El Danubio que no era azul, sino negro. ¿La ayudaría el Danubio a vaciar sus penas? Abrió la boca para hablarle, pero no salió nada de su garganta seca. No lo pensó demasiado. Saltó por la borda huyendo de la vida, del camarote, de él, y de su mirada fría e indiferente. No peleó por salir a flote. Se dejó arrastrar hacia el fondo y allí permaneció dos meses. Cuando dejó de ser buscada, el Danubio la escupió a las calles de Viena, en otoño de 1901.

Fue el primer cadáver que Helmut enterró en el Cementerio de los Sin Nombre.

jueves, 23 de octubre de 2008

Μοúσαι Mousai


La inspiración es una autoestopista ingrata. Abandona sin avisar y sin el más mínimo escrúpulo el asiento de copiloto, dejándote con la palabra en la boca.

Se marchó durante mi adolescencia y volvió a mí como un torbellino la mañana que llegué a Viena. Se instaló en mi cabeza, en mis entrañas, en mis ojos y en mis manos. Observar al señor Gründwald y el sistematizado hogar que me había preparado resucitó mi imaginación con nuevas fantasías y creó dentro de mí la necesidad ineludible de estampar todo en negro sobre blanco. Escribir en mi cuaderno marrón se tornó en obsesión durante algunos días, con la sofocante sensación de no poder parar hasta haber confesado cada detalle de mis ensoñaciones. No fueron pocos los días que pasé varias horas sentada en un viejo banco de madera frente al Danubio, desde el atardecer hasta que la oscuridad de la noche no me dejaba descifrar mis propios garabatos.



La inspiración me perseguía, tomaba atajos y me esperaba agazapada tras las esquinas de esta vieja ciudad. Me sorprendía tocándome el hombro y me hacía girar la cabeza para ver el árbol de Schiele. Retumbaba en forma de redoble, ese que el pequeño Óscar producía al golpear su tambor de hojalata. Otras veces, se aferraba a mis piernas y no me dejaba levantarme de mi asiento en el tranvía, porque por fin había decidido qué postal mandaría Esperanza. Y perdía mi parada. Pero el camino de vuelta era sereno y relajado, abrigada en el sentimiento del deber cumplido.
Culpa, sin duda, de la hermosa ciudad que me cobija, y que no pocas veces me ha empañado los ojos. Pero culpa también de la soledad. Esa soledad que siente una medusa, y que puede dañar a aquellos a los que se aferra en un contraproducente abrazo.

Hoy, mi cuaderno es un amasijo de ideas aisladas, tachadas, prohibidas, desordenadas, barrocas, temerarias, melancólicas, secretas....No me reconozco entre esas líneas y llevo varios días sin abrirlo.
No siento interés por la conversación de esa pareja española que junto a mí, en el Kleines Café, despotrica de Zapatero.
Tampoco detengo mi mirada más de cinco segundos sobre esas dos octogenarias señoras que pasean juntas, calcadas la una la otra, y que no han abandonado la infantil costumbre de vestir exactamente igual.
No me preocupa que haya nuevo gobierno, formado por la misma coalición rojo-negra que fracasó en la anterior legislatura o que el malogrado Haider llevase encima una tasa de alcohol en sangre de 1.8 cuando se estrelló hace un par de semanas.
En estos días, no encuentro la forma de escribir sobre todo esto.

Ahora sólo quiero guarecerme en una vieja mecedora, y leer las letras de ese vinilo que cruje en la esquina. Terminado un recopilatorio de The Cure, un nuevo disco comienza a susurrar bajo la aguja. La luz de la lámpara encendida amablemente para que vea mejor me llega desde arriba a la izquierda, iluminando unas líneas del Straight to you de Nick Cave and the Bad Seeds. Sólo tarareo los primeros versos, porque pronto acepto una invitación para bailar en el centro de la pista, descalza, sobre el tibio suelo de madera, frente a un antiguo tocadiscos suizo y a esa reproducción del autorretrato de Schiele fijada con chinchetas a la pared.

¿Tal vez se acerca un nuevo momento de inspiración?...No pararé hoy para recoger a esa autoestopista ingrata. Al menos, mientras dure la canción.

domingo, 12 de octubre de 2008

Jörg Haider ist tot


Hoy es sábado. He quedado con Venkat para dar un paseo por la isla del Danubio y tal vez almorzar al abrigo de un sol que sigue siendo piadoso con esta extranjera. No necesito madrugar, pero la fuerza de la costumbre puede más. Levanto un poco la cabeza de la almohada y unos desenfocados números se ajustan por fin en la pantalla del reloj-radio-despertador del señor Grünwald para decirme que son las 8. Enciendo la tele para ver si puedo volver a dormirme. En la pantalla, un joven rubio, elegantemente vestido, camisa blanca y corbata negra, habla en alemán frente a decenas de micrófonos. Está sentado y sostiene un pequeño papel en la mano derecha. Su rostro es muy serio y su voz parece apagarse conforme acaba cada frase, rompiendo a llorar en más de una ocasión. Aparece un mensaje en la pantalla: Jörg Haider ist tot. Mi escaso alemán me permite entender que el lider de la ultraderecha austriaca está muerto.

Doy un salto de la cama y enciendo el ordenador. Mi vecino y su red inalámbrica están en funcionamiento, así que puedo acceder a la información. Efectivamente. Jörg Haider había sufrido un accidente de tráfico y había muerto prácticamente en el acto.

El presidente de Alianza para el futuro de Austria (BZÖ), como se supo después, volvía de una fiesta de su partido en un local de aire cabaretero. Altas horas de la madrugada. El doble de la velocidad permitida. Jörg Haider pierde el control, se estrella y muere.
Este personaje hizo temblar a Europa cuando en el año 2000, apoyado por un amplio sector de votantes austriacos, formó gobierno con el partido conservador. Un político demagogo y populista que aderezaba sus discursos con incendiarios comentarios de corte xenófobo. Ultranacionalista y antieuropeísta hasta la médula, recibió como respuesta la espalda de los gobiernos europeos más importantes, hasta que dicho alianza se dio por finalizada. En los últimos meses estaba muy de actualidad por una campaña para prohibir la construcción de mezquitas en el estado de Carintia, donde tenía una especie de feudo.
En las pasadas elecciones, contra todas las previsiones, alcanzó un gran éxito. Se había separado del FPÖ por diferencias internas y capitaneaba un nuevo partido, el BZÖ, aunque todo hay que decirlo, los programas de ambos eran calcados. Pasó de un 4% a un 11% de los votos. La ultraderecha fue la única fuerza en ascenso, acaparando casi en total unos 30% de los votos. Pero las fuertes diferencias personales entre los líderes de los dos partidos, Haider y Strache, hacían muy difícil imaginar una coalición entre ambos. El gobierno aún está por formar.
¿Qué puede significar la muerte de Haider en el terreno político? Sin duda, ahora se hace más que posible esa coalición de la ultraderecha. Casi todos los entendidos dicen que el obstáculo más grande para ello era esa rivalidad personal entre líderes. Muerto Haider, y con un jóven y nada fuerte sucesor (Stefan Petzner, precisamente quien daba la rueda de prensa entre sollozos y cuya foto ilustra el texto), todo podría acelerarse.



Jörg Haider ha muerto, e irónicamente, la ultraderecha austriaca está ahora un poquito más viva.

(A petición de Bobby).

jueves, 9 de octubre de 2008

Come Here



Come Here

There's a wind that blows in from the north,

And it says that loving takes its course.

Come here. Come here.

No I'm not impossible to touch,

I have never wanted you so much.

Come here. Come here.

Have I never laid down by your side?

Baby, let's forget about this pride.

Come here. Come here.

Well, I'm in no hurry.

You don't have to run away this time.

I know that you're timid,

but it's gonna be all right this time.

lunes, 6 de octubre de 2008

Una postal


Juan buscaba desesperadamente algo con lo que escribir, mientras sujetaba como podía entre mejilla y hombro el teléfono móvil. La voz nasal de una operadora telefónica estaba ya dictando el número de atención técnica…”dos, cuatro, cuatro...”y él no encontraba nada con lo anotar...”¡¡Espere un segundo, señorita!!”.

Se arrodilló frente al mueble del salón, intentando abrir el cajón que había más abajo…ese que siempre estaba atascado...ese que siempre olvidaba arreglar. Todos los bolígrafos de la casa debían estar atrapados en ese cajón. De otra forma, no podía entender cómo era posible que años de al menos una compra semanal de un par de ellos tuvieran como resultado su total ausencia en el piso.

Demasiado tarde. La voz estaba enlatada y el mensaje había llegado a su fin. Después de quince minutos navegando entre las teclas de su teléfono…….”marque uno si tal”, “por favor, marque tres para cual”…debía empezar el proceso de nuevo.
Se dejó caer hacia atrás, sentándose en el suelo frente al mueble, y lanzó el móvil contra el sofá que había a su izquierda.

El cajón había cedido un poco. Más de la parte derecha que de la izquierda. Y así, moviéndolo alternativamente de cada lado, consiguió en cinco o seis tirones abrirlo casi completamente.

Comenzó a rebuscar y efectivamente….un par de bolígrafos le saludaban burlonamente junto a un viejo diccionario de inglés-español. Los cogió, preguntándose aún dónde estarían el resto de los cientos que debían habitar bajo aquel mismo techo, y se disponía a cerrar el cajón cuando algo llamó su atención.
Debajo de un par de viejas guías de teléfono asomaba la esquina de una imagen en blanco y negro. Una parte de un todo que le resultaba, en cierta forma, familiar.
Alargó sus manos y extrajo lo que parecía ser una postal. Frente a él, la imagen de una calle más o menos transitada de una gran ciudad ambientada a finales del siglo XIX. Gente vestida a la moda de la época inmortalizada entre edificios, escaparates, calles empedradas y coches de caballos.

Giró la postal. En la parte derecha, el sello, su nombre y la dirección de su antiguo piso a las afueras de la ciudad. Concentró su atención en la mitad izquierda.
Ningún saludo. Sólo cinco frases, comenzadas cada una de ellas por un número:
1-Porque esta ciudad tiene miles
de pequeñas cafeterías para charlar.
2-Porque te debo una cena
y he encontrado el restaurante perfecto.
3-Porque una semana no es nada,
pero mejor que nada es.
4-Porque comienza a hacer frío.
5-Porque quiero verte.
Un beso,
Esperanza.


Juan sonreía mientras leía aquella pequeña lista de razones. ¿Cuántos años hacía de aquello? ¿Diez? Sí. El matasellos delataba un otoñal día de 2008.
Viajó hacia atrás en el tiempo, para rememorar efímeramente una habitación en penumbras, la fragancia floral de un cuello, el tacto de unas mejillas cálidas y sonrosadas…Todo quedaba tan lejos...En aquellos días, el trabajo comenzaba al anochecer y se alargaba durante la madrugada. Las horas se perdían entre saberes ajenos. Palabras y palabras que se articulaban en cimientos sobre los que construir, destruir y reconstruir. Ahora, el deber diario le hacía levantarse a las siete cada mañana, y su única batalla era luchar contra las legañas y el desinterés de sus alumnos.

Se preguntó que habría pasado si hubiese aceptado la invitación que aquellas cinco líneas trataban de justificar. ¿Sería su vida diferente hoy? “Es de necios hacer historia de lo que no ha pasado. Porque si no ha pasado, no es historia”, se dijo a sí mismo. La distancia y el tiempo habían dictado una sentencia que no fue apelada en su momento, y que había caído inexorablemente en el olvido. Permitió a los recuerdos jugar algunos minutos más en su memoria, allí mismo, sentado en el suelo.
Finalmente volvió a colocar la postal en el lugar de donde la había cogido. Sin dejar de sonreir, y sabiendo que no volvería a abrir aquel cajón en meses o años, lo cerró. Se levantó y recogió su móvil. Dio un pequeño suspiro y comenzó a marcar de nuevo los números de atención al cliente.




Esperanza estaba ensimismada frente al pequeño buzón amarillo de Langefeldgasse. Su ausente mirada se perdía en la fina y negra ranura que anunciaba el interior de aquel purgatorio de noticias. Se fijó en las dos postales que tenía en sus manos. Exactamente iguales por el lado que mostraba la imagen de una céntrica calle de la ciudad, hacia 1890, en blanco y negro. Una larga noche de insomnio y divagaciones no la habían ayudado en su decisión. Las dos postales seguían con ella. Las giró para leerlas una vez más. Mismo sello, misma dirección, distinto mensaje.

En su mano izquierda:

Querido Juan,
un abrazo desde esta hermosa ciudad
donde el invierno parece haberse ya acomodado,
pintando de gris sus viejas calles.
Con cariño,
Esperanza.

En su mano derecha:

1-Porque esta ciudad tiene miles
de pequeñas cafeterías para charlar.
2-Porque te debo una cena,
y he encontrado el restaurante perfecto.
3-Porque una semana no es nada,
pero mejor que nada es.
4-Porque comienza a hacer frío.
5-Porque quiero verte.
Un beso,
Esperanza.



La versión amistosa que apestaba a cobardía, frente a la ilusión romántica corrompida por la fantasía. Suspiró profundamente. ¿Decisión tomada? Acercó su mano derecha al buzón e introdujo la postal hasta la mitad, deteniéndose en seco antes de soltarla. Permaneció así unos segundos, sin respirar, valorando por enésima vez pros, contras, realidades, sueños, deseos, recuerdos...Fue entonces cuando comenzó a llover. Una de las gotas mojó la imagen de la vieja ciudad sacándola repentinamente de su abstracción. Abrió automáticamente la mano y dejó caer la tarjeta al interior. Le pareció escuchar el sonido de la postal golpeando el fondo metálico del buzón. Debía haber pocas cartas dentro de aquella caja amarilla, vencida por la eficiencia de la tecnología y esos mensajes que no pueden acariciarse ni apretarse contra el pecho. El dilema había llegado a su fin. Esperanza dio media vuelta y regresó al trabajo.
Ahora sólo quedaba esperar.

domingo, 28 de septiembre de 2008

Elecciones



El señor Grünwald llegó muy puntual, como no podía ser de otra forma. Tocó al timbre y el sonido se confundió con el de las señales horarias de la radio de la cocina, que anunciaban las diez. Mientras me dirigía al recibidor me preguntaba si tal vez él había llegado antes. Seguro que de ser así, al consultar su reloj, habría preferido esperar uno o dos minutos antes de llamar, como la pintoresca pareja de matones de Pulp Fiction.
Le abrí la puerta, en una escena similar a la que ambos protagonizamos hace ya más de un mes. Sólo que en esta ocasión era yo la que le invitaba a entrar y él el invitado. Tras saludarme se quitó sus zapatos de cuero negro, con el objetivo de mantener lo más limpia posible la moqueta que Helga había mimado durante años.
Amablemente arregló la antena de televisión de mi cuarto, a pesar de que le dije que no era necesario y que apenas había notado su ausencia gracias al tambor de Grass, y a la red inalámbrica que algún vecino olvidó bloquear. Con una de sus grandes sonrisas me dice que no al café recién hecho que le ofrezco. Tiene que ir a votar. Cuando se está colocando de nuevo los zapatos se gira hacia mí y me pregunta: “¿Quieres venir?”

El patio del colegio no es muy grande. Imagino que en un país en el que el curso escolar transcurre en los meses menos agradecidos del año, no merece la pena invertir metros en un espacio tan poco utilizable. Hoy, sin embargo, el día es asombrosamente primaveral. El sol ha calentado con mimo el banco de metal verde en el que me siento a esperar. Desafortunadamente, no me han dejado entrar con el señor Grünwald.

No hay mucha gente a mi alrededor. El silencio de esta mañana de domingo está roto sólamente por dos niñas que juegan en el centro del patio. Deben tener algo más de dos años, tres a lo sumo. Una de ellas tiene el pelo de un rubio extremadamente claro y recogido en una trenza. Viste un“pichie” de paño rosa sobre camisita blanca, que me retrotrae a mi infancia en el pueblo y a los domingos paseando hacia el bar de mano de mis padres. Para completar el clásico conjunto, zapatos brillantes de charol negro. La otra pequeña tiene el cabello oscuro, que en forma de rizos brota de su cabeza y cae danzarín sobre sus hombros. Lleva un sencillo chandal y unas deportivas, todo de color blanco. La primera está en el centro del patio, dando vueltas sobre sí misma sin parar. La morena corre a su alrededor, en forma también circular, evocando en mi imaginación algo similar al movimiento del Sol y la Tierra. No paran de chillar y reir a carcajadas, que aumentan de volumen cuando la rubita se cae por efecto del mareo. Ayudada por su compañera intercambian sus lugares para continuar incesantes sus juegos astrales.


No muy lejos de ellas hay dos grupos de personas. A la izquierda, cerca de la puerta de entrada al colegio, una pareja elegante de unos treinta, con un pequeño carro azul charla muy bajito con una señora mayor. Tan bajito, que si no fuera porque los veo abrir sus bocas y eventualmente sacudir la cabeza, pensaría que conversan telepáticamente. El otro grupo de gente, a la derecha de las niñas, es algo más numeroso pero igualmente silencioso. Una mujer de unos cincuenta junto a otra de poco más de veinte, ambas cubiertas con pañuelos de tonos claros. Frente a ellas tres hombres, de diferentes edades, dos de ellos con el típico bigote turco; no así el tercero, que por su imberbe edad tendría que esperar al menos un par de años.
Llega el momento del drama. La pareja elegante parece querer marcharse y se acerca a recoger a su rubita. Con lo que no contaban era con la firme amistad creada en cinco minutos de carreras en el patio del colegio. Ambas niñas se agarraron por las manos, y separarlas parecía tarea imposible, incluso cuando la madre de la segunda también acudió a tratar de romper aquel vínculo interplanetario. Conforme aumentaban los tirones de los progenitores, los llantos y gritos de aquellas criaturas comenzaban a parecerme tan peligrosos como los del pequeño tamborilero de Grass. La sangre no llegó al río, y finalmente aquellas dos manitas interracialmente unidas cedieron a las fuerzas externas. Se seguían mirando llorosas mientras eran alejadas la una de la otra. No hubo palabras ni despedidas entre los adultos.

La rubia fue sentada en su carrito, y sólo dejó de llorar cuando su padre le dio un globo de color azul. Me fijé bien, y en letras blancas tenía estampadas unas siglas: FPÖ. Las siglas del partido de la xenófoba ultraderecha, o mejor dicho, de una de ellas.....porque en Austria, como del infantil postre, prefieren dos. No puedo dejar de relacionar simbólicamente la escena vivida con la tensión política del país, y que las adelantadas elecciones que hoy se celebran, no parece que vayan si no a empeorar aún más.

El señor Gründwald me saca de mi ensimismamiento. “Ahora sí que te acepto ese café”, me dice sonriendo desde arriba y tapando con su cabeza el sol que tenía de cara. Me cae bien el señor Grünwald. Prefiero no saber qué ha votado, por si acaso.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Cuatro árboles


Me había prometido a mí misma aprovechar al máximo que el sol aún brillaba con prudencia en Viena para visitar todo lo que tuviera como única techumbre el azul del cielo. Se sucedieron pues, durante varias tardes y algunos fines de semana, paseos interminables por las calles, plazas y parques más hermosos de la ciudad. El dilema llegó al cruzar desde la fachada principal del Belvedere al segundo de sus patios, dejando atrás la inmensa fuente en la que se refleja el blanco palacio, coronado por tejados y cúpulas de cobre que ya han envejecido hacia un verde apagado. Me topé, tras pasar la verja sorteando a una docena de cámaras y sus respectivos nipones, con los geométricos jardines a la derecha, y con la entrada al museo del Alto Belvedere a la izquierda. El proceso tentativo de indagar de cerca algunos de los lienzos más famosos de la Historia del Arte, y que había conocido a la luz del viejo proyector de la cursi profesora Josefina, culminó en rendición y me adentré en el edificio y en sus salas.

Primer sobresalto. En la segunda planta, en la pared del fondo a la izquierda, un idealizado y joven Napoleón a lomos de un caballo de doradas crines se dispone a cruzar los Alpes. Es la tercera de las copias realizadas por el propio David, hecho que no evita que mi corazón contemporaneísta se dispare.
Segundo sobresalto. En la primera planta, y asombrosamente con poca gente a su alrededor, me encuentro con una pareja de amantes que se abraza mientras que el hombre besa suavemente en la mejilla a la mujer, peligrosamente ambos cerca de un precipio, rodeados de mosaicos dorados y flores de brillantes colores. Pensaba que el cuadro de Klimt me desilusionaría. Un universal beso, tan obsesivamente reproducido por esta sociedad consumista, que podría haber perdido su significado, pero que resurgió ante mí como lo que es, una obra maestra que debió dejar patidifuso al público que alumbró su nacimiento a principios del siglo pasado.
Tercer sobresalto y último, porque en este decidí arrancarme el corazón de cuajo y la audioguía de acento latinoamericano y dejarlos a mis pies. Quería poder escrutar bien lo que tenía ante mis ojos. Colores cálidos para un paisaje en el que hay cinco protagonistas: el atardecer y cuatro árboles alineados frente a unas lejanas montañas. Inevitablemente, mi mirada se detiene en el segundo de ellos. Al contrario de sus compañeros, este árbol nos muestra sus ramas casi desnudas, como si el otoño se hubiese cebado sólo con él. Schiele se identificaba amargamente con él. Se sentía trágicamente fuera de la cotidianeidad que le rodeaba, intrínsicamente alejado de una sociedad que sólo dejaba de ignorarle cuando iba de la mano de su maestro Klimt. Pero, ¿acaso ese árbol no representa además la necesidad imperiosa e inevitable que tenemos muchos, afortunadamente no todos, de singularizarnos en nuestra desgracia y regodearnos en nuestras pequeñas miserias? Aquí una que levanta la mano, aunque cada atardecer me esmero en renacer con la frondosidad de alguno de los otros árboles. A veces lo consigo, paseando sola por Viena, leyendo junto al Danubio, compartiendo vino y confidencias con Ana, o frente al escaparate de una librería cerrada a altas horas de la madrugada. Cada pequeño acontecimiento añade una hoja a mi ramaje, y es posible que este invierno no pase tanto frío.
La ciudad me lo pondrá difícil, porque tras mi periplo hispano-francés, me la encuentro muy cambiada. Se ha desecho del cálido disfraz con el que la despedí hace doce días para llenarse de charcos y ensuciarme los pantalones. Seguiré resguardándome en su historia, que ahora, es también un poco la mía.

lunes, 15 de septiembre de 2008

Catarsis



Llego tarde a nuestra cita de hoy.
Desde que puse los pies en Viena nos hemos visto con bastante asiduidad, y aunque la frecuencia de nuestros encuentros comienza a decrecer, sé que estará inexorablemente unido a mis futuras memorias sobre el tiempo aquí pasado. No nos hemos citado siempre en el mismo lugar, si bien el momento del día elegido no ha variado sensiblemente, y se ha mantendido dentro de esa horquilla temporal en la que el cielo se viste de rojo ocre y da serias muestras de agotamiento ante la inapelable llegada de la noche.

Muchos de estos primeros días, las únicas palabras que he pronunciado y que iban más allá de cordiales saludos con vecinos o triviales conversaciones sobre el tiempo con compañeros de trabajo, se las he dicho sólo a él, que ha ejercido como algo más que confesor y confidente.

Hoy llego tarde, pero tal vez no le importe. Sería la primera de nuestras citas una vez caída la noche.
El lugar elegido está situado junto al Friedensbrücke. Sé que a él le gusta especialmente esta parte de la ciudad. En los contados paseos que hemos compartido en este barrio siempre acelera el paso, lleno de una vitalidad que poco menos que me arrastra en su galopada. Yo trato de seguir su ritmo hasta que, vencida por el cansancio, me desplomo sobre el primer viejo banco de madera que encuentro a mi paso. Me siento y cruzo los brazos enfadada, pero no con él, sino conmigo misma por la deplorable forma física que me acompaña a mis nada primaverales veintisiete otoños. Él sigue caminando infatigable y a mí sólo me queda esperar. Algunas veces pago el precio de mi rendición leyendo la novela que me acompaña desde mi llegada, mientras que en otras ocasiones, ese tiempo de capitulación junto al Friedensbrücke me lleva a plasmar sandeces en este nuevo cuaderno, uno de color marrón con un lazo en el mismo tono a modo de marcador que compré la pasada semana. Da igual lo que haga porque siempre que levanto la vista, ahí está, pasando de nuevo ante mí, impasible, infatigable, casi burlándose de mi cansancio.
Todo cambia cuando el lugar elegido para vernos es Florisdorfer-brücke. Allí soy yo la que inútilmente trato de tirar de él, que se resiste y adormece su paso hasta tal punto que el paseo se tiene que dar por finalizado y se sucede una tranquila sentada al atardecer.

En el día de hoy he propuesto Friedensbrücke por razones interesadas, ya que necesito un poco de ese espíritu agitado que le nace en este rincón de Viena. Nuestras citas no son nada románticas, como podría pensarse a tenor de lo hasta ahora contado. Al menos no lo son por ahora. Estos frecuentes encuentros son para mí en realidad pequeños momentos de catarsis. Llego ante su presencia con mente y alma obstruidas por el peso de ideas absurdamente trágicas, preocupaciones desproporcionadas, punzantes recuerdos…y en cuanto lo tengo enfrente, poco menos que le escupo todo a la cara. Él, pacientemente, como hizo aquel primer atardecer y como continua haciendo cada vez que nos vemos, sin reproches, recoge toda mi porquería y la arrastra consigo hasta que ya no puedo verla más.
Hoy, que llego tarde, vengo acompañada de un collage que perfectamente podría estar colgado en una galería de arte bajo el expresionista título de “Desasosiego nº13”. Tengo mucho que contarle. Quiero hablarle de sustantivos y adjetivos; de metáforas y sus interpretaciones; de caballos, caballeros durmientes y princesas andantes y sufrientes.
Me deslizo casi volando por la escalera que desciende desde Friedensbrücke a su encuentro, pero tal y como me temía, llego demasiado tarde. Aunque sé que él está ahí, justo enfrente de mí, a duras penas puedo intuirle en esta noche cerrada y sin luna, que no me permite observar con la claridad que desearía la vitalidad irrefrenable de su curso. He llegado tarde, y el Danubio, ese monstruo histórico abierto en cuatro venas a su paso por Viena, no arrastrará hoy mis preocupaciones.
Suspiro y me doy media vuelta. Lo mejor es que regrese a ese piso que me aguarda en el distrito veinte y que todavía huele un mucho al matrimonio Grünwald y sólo un poco a mí. Las preocupaciones de hoy las guardaré en mi tambor de hojalata, al menos, hasta mañana al atardecer.

viernes, 5 de septiembre de 2008

El señor Grünwald




El señor Grünwald daba un último vistazo a todos los documentos que había colocado sobre la mesa del comedor. Los hacía pasar ante sus ojos de uno en uno por tercera y última vez en aquella mañana de agosto. En un montoncito a su izquierda, los relativos a mapas, callejeros y horarios de transporte. En otro situado en el centro, los referidos a temas económicos y administrativos. Y finalmente, a su derecha, algunas hojas con consejos prácticos y curiosidades del apartamento, sobre el que dejó el croquis con la distribución de las habitaciones que él mismo había elaborado días atrás. Todo ello confeccionado en un perfecto inglés que poco hacía sospechar que la lengua que había acompañado al señor Grünwald desde su infancia no había sido otra que el alemán. Casi cincuenta años como contable habían cultivado en él un gusto perfeccionista por los detalles que a veces rayaba la compulsión, y que el retiro forzoso de la jubilación no había conseguido mermar en lo más mínimo.
Mientras, Helga se afanaba en terminar de colocar la pequeña compra en la cocina.
-Kurt, ¿crees que le gustará el queso?-.
-Claro Helga, ¿a quién no le gusta el queso?-respondió el señor Grunwald mientras daba suaves golpecitos a los montones de papeles, para que ninguno de los folios sobresaliera.
-¿Y las manzanas? ¿Le gustarán?-.
-Helga, por favor, ¿qué pregunta es esa? Claro que sí. Además, creo que ya está bien. No hace falta que dejes comida para un regimiento. Con que tenga algo para un par de días es más que suficiente. Ya sabes que voy a enseñarle los supermercados cercanos del barrio esta misma mañana.

Mientras comentaba esto, el señor Grünwald ya había salido del salón, y se dedicaba ahora a poner junto a cada uno de los aparatos del piso su correspondiente manual de uso. Cuando dejaba en la mesita de noche el pequeño y amarillento libro de instrucciones del reloj con radio-despertador (¿o es reloj-despertador con radio?) sonreía y pensaba lo inteligente que había sido guardándolos todos estos años. Se había mantenido firme en su negativa a que Helga se deshiciera de ellos: “sólo sirven para guardar polvo, Kurt”, solía reprocharle ella cada primavera y cada otoño, durante la limpieza de armarios y cajones.

Se acercó a la cocina, de donde Helga salía con una fuente de uvas recién lavadas. Juntos se dirigieron, echando un último vistazo a las habitaciones, hasta el salón donde el señor Grünwald colocó, perfectamente alineado con el tocho de papeles del centro, el frutero con los racimos. Y se sentaron a esperar.

Tres minutos después, y salvada la tentación de volver a ojear los documentos, la pareja escuchó el timbre.
-Ya está aquí!- exclamó Helga levantándose y alisando su falda.
-Puntual...me gusta- añadió el señor Grünwald, que con paso tranquilo cruzó el pasillo hacia el recibidor y abrió la puerta.

Una amplia sonrisa y unos profundos ojos azules me saludaron desde el otro lado de la puerta: -Good Morning!

El señor Grünwald es mi casero, y yo ya estoy en Viena.