jueves, 20 de mayo de 2010

Pesadilla

Maxim conduce en silencio, con ambas manos en el volante. La oscuridad que duerme al día desdibuja su perfil de resucitado taciturno. Su mirada está perdida en la carretera por la que el coche se desliza casi por inercia. Parecemos volar sobre un asfalto que se ennegrece súbitamente bajo la sombra de una luna consumida. “Maxim..”, le susurro. Su rostro grave no se inmuta. “Falta poco”. “Falta poco... ¿para qué, Maxim?”. No hay respuesta. Un frío lacerante penetra por las ventanas abiertas. Le observo suplicante y me estremezco en el asiento del copiloto. Pierdo la noción del tiempo. Ya es noche cerrada. El coche se abre camino en la nada, agrietando la densa negrura con la mortecina luz de los faros.

Frena con suavidad y se detiene a un lado de la carretera. Sin mirarme, tras respirar hondo, me pide que baje. “Pero Maxim... ¿de qué hablas?...” “¡Que te bajes he dicho!”, me interrumpe con violencia. Me precipito instintivamente al exterior, temblando. “Ha vuelto y me espera, después de esperarla yo tanto. Me aguarda en Manderley”. “Pero Maxim, ¿de qué hablas? Manderley ya no existe. Tú y yo vimos cómo ardía. Cenizas. Eso es todo lo que allí queda”. Se gira hacia mí sonriendo extrañamente, casi con ternura. “No has cambiado. Sigues siendo aquel potro asustadizo con el que me topé en Montecarlo, tan inocente. Vuelvo a Manderley, y tú tienes que quedarte aquí”. Arranca el coche y se marcha, mientras yo, inmovilizada y enmudecida en aquella cuneta silenciosa, comienzo a descomponerme lenta e irreversiblemente, ahogándose hasta la última de mis partículas en la inexistencia más oscura.


Es entonces cuando despierto, sin brusquedad, a una luz cegadora. Tres parpadeos me regalan la borrosidad de una ventana encendida. Todo parece teñido de un naranja tenue: las sábanas, el calor, el silencio, el olor. Me despierto lentamente, como si la claridad materializase célula a célula mi cuerpo sobre el colchón. Me giro para ver el cuerpo de Maxim, que desnudo y tibio a mi derecha, duerme de costado sobre la almohada. Y llega, con la luz, la calma. Y mientras le beso furtivamente en la nuca, me reconforto en mi felicidad madura, en la llegada de un nuevo día, en ese instante que ni la peor pesadilla podrá decolorar jamás en mi memoria futura: justo ahora, ante mí, veo otro amanecer en su espalda.



Tiene una paciencia admirable y nunca se queja; ni siquiera cuando se acuerda..., lo cual ocurre, me parece, con más frecuencia de lo que él quisiera darme a entender. Lo noto, porque algunas veces se queda de repente como perdido y ensimismado; se borra la expresión de su cara querida, como si una mano invisible se la hubiera robado, y en su lugar aparece una máscara, esculpida, rígida, helada, siempre bella, pero sin vida. Comienza a fumar cigarrillo tras cigarrillo, sin molestarse en apagarlos, y las colillas, encendidas aún, van cayendo al suelo como pétalos.

Rebeca, (Daphne du Murier, 1938)