domingo, 28 de septiembre de 2008

Elecciones



El señor Grünwald llegó muy puntual, como no podía ser de otra forma. Tocó al timbre y el sonido se confundió con el de las señales horarias de la radio de la cocina, que anunciaban las diez. Mientras me dirigía al recibidor me preguntaba si tal vez él había llegado antes. Seguro que de ser así, al consultar su reloj, habría preferido esperar uno o dos minutos antes de llamar, como la pintoresca pareja de matones de Pulp Fiction.
Le abrí la puerta, en una escena similar a la que ambos protagonizamos hace ya más de un mes. Sólo que en esta ocasión era yo la que le invitaba a entrar y él el invitado. Tras saludarme se quitó sus zapatos de cuero negro, con el objetivo de mantener lo más limpia posible la moqueta que Helga había mimado durante años.
Amablemente arregló la antena de televisión de mi cuarto, a pesar de que le dije que no era necesario y que apenas había notado su ausencia gracias al tambor de Grass, y a la red inalámbrica que algún vecino olvidó bloquear. Con una de sus grandes sonrisas me dice que no al café recién hecho que le ofrezco. Tiene que ir a votar. Cuando se está colocando de nuevo los zapatos se gira hacia mí y me pregunta: “¿Quieres venir?”

El patio del colegio no es muy grande. Imagino que en un país en el que el curso escolar transcurre en los meses menos agradecidos del año, no merece la pena invertir metros en un espacio tan poco utilizable. Hoy, sin embargo, el día es asombrosamente primaveral. El sol ha calentado con mimo el banco de metal verde en el que me siento a esperar. Desafortunadamente, no me han dejado entrar con el señor Grünwald.

No hay mucha gente a mi alrededor. El silencio de esta mañana de domingo está roto sólamente por dos niñas que juegan en el centro del patio. Deben tener algo más de dos años, tres a lo sumo. Una de ellas tiene el pelo de un rubio extremadamente claro y recogido en una trenza. Viste un“pichie” de paño rosa sobre camisita blanca, que me retrotrae a mi infancia en el pueblo y a los domingos paseando hacia el bar de mano de mis padres. Para completar el clásico conjunto, zapatos brillantes de charol negro. La otra pequeña tiene el cabello oscuro, que en forma de rizos brota de su cabeza y cae danzarín sobre sus hombros. Lleva un sencillo chandal y unas deportivas, todo de color blanco. La primera está en el centro del patio, dando vueltas sobre sí misma sin parar. La morena corre a su alrededor, en forma también circular, evocando en mi imaginación algo similar al movimiento del Sol y la Tierra. No paran de chillar y reir a carcajadas, que aumentan de volumen cuando la rubita se cae por efecto del mareo. Ayudada por su compañera intercambian sus lugares para continuar incesantes sus juegos astrales.


No muy lejos de ellas hay dos grupos de personas. A la izquierda, cerca de la puerta de entrada al colegio, una pareja elegante de unos treinta, con un pequeño carro azul charla muy bajito con una señora mayor. Tan bajito, que si no fuera porque los veo abrir sus bocas y eventualmente sacudir la cabeza, pensaría que conversan telepáticamente. El otro grupo de gente, a la derecha de las niñas, es algo más numeroso pero igualmente silencioso. Una mujer de unos cincuenta junto a otra de poco más de veinte, ambas cubiertas con pañuelos de tonos claros. Frente a ellas tres hombres, de diferentes edades, dos de ellos con el típico bigote turco; no así el tercero, que por su imberbe edad tendría que esperar al menos un par de años.
Llega el momento del drama. La pareja elegante parece querer marcharse y se acerca a recoger a su rubita. Con lo que no contaban era con la firme amistad creada en cinco minutos de carreras en el patio del colegio. Ambas niñas se agarraron por las manos, y separarlas parecía tarea imposible, incluso cuando la madre de la segunda también acudió a tratar de romper aquel vínculo interplanetario. Conforme aumentaban los tirones de los progenitores, los llantos y gritos de aquellas criaturas comenzaban a parecerme tan peligrosos como los del pequeño tamborilero de Grass. La sangre no llegó al río, y finalmente aquellas dos manitas interracialmente unidas cedieron a las fuerzas externas. Se seguían mirando llorosas mientras eran alejadas la una de la otra. No hubo palabras ni despedidas entre los adultos.

La rubia fue sentada en su carrito, y sólo dejó de llorar cuando su padre le dio un globo de color azul. Me fijé bien, y en letras blancas tenía estampadas unas siglas: FPÖ. Las siglas del partido de la xenófoba ultraderecha, o mejor dicho, de una de ellas.....porque en Austria, como del infantil postre, prefieren dos. No puedo dejar de relacionar simbólicamente la escena vivida con la tensión política del país, y que las adelantadas elecciones que hoy se celebran, no parece que vayan si no a empeorar aún más.

El señor Gründwald me saca de mi ensimismamiento. “Ahora sí que te acepto ese café”, me dice sonriendo desde arriba y tapando con su cabeza el sol que tenía de cara. Me cae bien el señor Grünwald. Prefiero no saber qué ha votado, por si acaso.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Cuatro árboles


Me había prometido a mí misma aprovechar al máximo que el sol aún brillaba con prudencia en Viena para visitar todo lo que tuviera como única techumbre el azul del cielo. Se sucedieron pues, durante varias tardes y algunos fines de semana, paseos interminables por las calles, plazas y parques más hermosos de la ciudad. El dilema llegó al cruzar desde la fachada principal del Belvedere al segundo de sus patios, dejando atrás la inmensa fuente en la que se refleja el blanco palacio, coronado por tejados y cúpulas de cobre que ya han envejecido hacia un verde apagado. Me topé, tras pasar la verja sorteando a una docena de cámaras y sus respectivos nipones, con los geométricos jardines a la derecha, y con la entrada al museo del Alto Belvedere a la izquierda. El proceso tentativo de indagar de cerca algunos de los lienzos más famosos de la Historia del Arte, y que había conocido a la luz del viejo proyector de la cursi profesora Josefina, culminó en rendición y me adentré en el edificio y en sus salas.

Primer sobresalto. En la segunda planta, en la pared del fondo a la izquierda, un idealizado y joven Napoleón a lomos de un caballo de doradas crines se dispone a cruzar los Alpes. Es la tercera de las copias realizadas por el propio David, hecho que no evita que mi corazón contemporaneísta se dispare.
Segundo sobresalto. En la primera planta, y asombrosamente con poca gente a su alrededor, me encuentro con una pareja de amantes que se abraza mientras que el hombre besa suavemente en la mejilla a la mujer, peligrosamente ambos cerca de un precipio, rodeados de mosaicos dorados y flores de brillantes colores. Pensaba que el cuadro de Klimt me desilusionaría. Un universal beso, tan obsesivamente reproducido por esta sociedad consumista, que podría haber perdido su significado, pero que resurgió ante mí como lo que es, una obra maestra que debió dejar patidifuso al público que alumbró su nacimiento a principios del siglo pasado.
Tercer sobresalto y último, porque en este decidí arrancarme el corazón de cuajo y la audioguía de acento latinoamericano y dejarlos a mis pies. Quería poder escrutar bien lo que tenía ante mis ojos. Colores cálidos para un paisaje en el que hay cinco protagonistas: el atardecer y cuatro árboles alineados frente a unas lejanas montañas. Inevitablemente, mi mirada se detiene en el segundo de ellos. Al contrario de sus compañeros, este árbol nos muestra sus ramas casi desnudas, como si el otoño se hubiese cebado sólo con él. Schiele se identificaba amargamente con él. Se sentía trágicamente fuera de la cotidianeidad que le rodeaba, intrínsicamente alejado de una sociedad que sólo dejaba de ignorarle cuando iba de la mano de su maestro Klimt. Pero, ¿acaso ese árbol no representa además la necesidad imperiosa e inevitable que tenemos muchos, afortunadamente no todos, de singularizarnos en nuestra desgracia y regodearnos en nuestras pequeñas miserias? Aquí una que levanta la mano, aunque cada atardecer me esmero en renacer con la frondosidad de alguno de los otros árboles. A veces lo consigo, paseando sola por Viena, leyendo junto al Danubio, compartiendo vino y confidencias con Ana, o frente al escaparate de una librería cerrada a altas horas de la madrugada. Cada pequeño acontecimiento añade una hoja a mi ramaje, y es posible que este invierno no pase tanto frío.
La ciudad me lo pondrá difícil, porque tras mi periplo hispano-francés, me la encuentro muy cambiada. Se ha desecho del cálido disfraz con el que la despedí hace doce días para llenarse de charcos y ensuciarme los pantalones. Seguiré resguardándome en su historia, que ahora, es también un poco la mía.

lunes, 15 de septiembre de 2008

Catarsis



Llego tarde a nuestra cita de hoy.
Desde que puse los pies en Viena nos hemos visto con bastante asiduidad, y aunque la frecuencia de nuestros encuentros comienza a decrecer, sé que estará inexorablemente unido a mis futuras memorias sobre el tiempo aquí pasado. No nos hemos citado siempre en el mismo lugar, si bien el momento del día elegido no ha variado sensiblemente, y se ha mantendido dentro de esa horquilla temporal en la que el cielo se viste de rojo ocre y da serias muestras de agotamiento ante la inapelable llegada de la noche.

Muchos de estos primeros días, las únicas palabras que he pronunciado y que iban más allá de cordiales saludos con vecinos o triviales conversaciones sobre el tiempo con compañeros de trabajo, se las he dicho sólo a él, que ha ejercido como algo más que confesor y confidente.

Hoy llego tarde, pero tal vez no le importe. Sería la primera de nuestras citas una vez caída la noche.
El lugar elegido está situado junto al Friedensbrücke. Sé que a él le gusta especialmente esta parte de la ciudad. En los contados paseos que hemos compartido en este barrio siempre acelera el paso, lleno de una vitalidad que poco menos que me arrastra en su galopada. Yo trato de seguir su ritmo hasta que, vencida por el cansancio, me desplomo sobre el primer viejo banco de madera que encuentro a mi paso. Me siento y cruzo los brazos enfadada, pero no con él, sino conmigo misma por la deplorable forma física que me acompaña a mis nada primaverales veintisiete otoños. Él sigue caminando infatigable y a mí sólo me queda esperar. Algunas veces pago el precio de mi rendición leyendo la novela que me acompaña desde mi llegada, mientras que en otras ocasiones, ese tiempo de capitulación junto al Friedensbrücke me lleva a plasmar sandeces en este nuevo cuaderno, uno de color marrón con un lazo en el mismo tono a modo de marcador que compré la pasada semana. Da igual lo que haga porque siempre que levanto la vista, ahí está, pasando de nuevo ante mí, impasible, infatigable, casi burlándose de mi cansancio.
Todo cambia cuando el lugar elegido para vernos es Florisdorfer-brücke. Allí soy yo la que inútilmente trato de tirar de él, que se resiste y adormece su paso hasta tal punto que el paseo se tiene que dar por finalizado y se sucede una tranquila sentada al atardecer.

En el día de hoy he propuesto Friedensbrücke por razones interesadas, ya que necesito un poco de ese espíritu agitado que le nace en este rincón de Viena. Nuestras citas no son nada románticas, como podría pensarse a tenor de lo hasta ahora contado. Al menos no lo son por ahora. Estos frecuentes encuentros son para mí en realidad pequeños momentos de catarsis. Llego ante su presencia con mente y alma obstruidas por el peso de ideas absurdamente trágicas, preocupaciones desproporcionadas, punzantes recuerdos…y en cuanto lo tengo enfrente, poco menos que le escupo todo a la cara. Él, pacientemente, como hizo aquel primer atardecer y como continua haciendo cada vez que nos vemos, sin reproches, recoge toda mi porquería y la arrastra consigo hasta que ya no puedo verla más.
Hoy, que llego tarde, vengo acompañada de un collage que perfectamente podría estar colgado en una galería de arte bajo el expresionista título de “Desasosiego nº13”. Tengo mucho que contarle. Quiero hablarle de sustantivos y adjetivos; de metáforas y sus interpretaciones; de caballos, caballeros durmientes y princesas andantes y sufrientes.
Me deslizo casi volando por la escalera que desciende desde Friedensbrücke a su encuentro, pero tal y como me temía, llego demasiado tarde. Aunque sé que él está ahí, justo enfrente de mí, a duras penas puedo intuirle en esta noche cerrada y sin luna, que no me permite observar con la claridad que desearía la vitalidad irrefrenable de su curso. He llegado tarde, y el Danubio, ese monstruo histórico abierto en cuatro venas a su paso por Viena, no arrastrará hoy mis preocupaciones.
Suspiro y me doy media vuelta. Lo mejor es que regrese a ese piso que me aguarda en el distrito veinte y que todavía huele un mucho al matrimonio Grünwald y sólo un poco a mí. Las preocupaciones de hoy las guardaré en mi tambor de hojalata, al menos, hasta mañana al atardecer.

viernes, 5 de septiembre de 2008

El señor Grünwald




El señor Grünwald daba un último vistazo a todos los documentos que había colocado sobre la mesa del comedor. Los hacía pasar ante sus ojos de uno en uno por tercera y última vez en aquella mañana de agosto. En un montoncito a su izquierda, los relativos a mapas, callejeros y horarios de transporte. En otro situado en el centro, los referidos a temas económicos y administrativos. Y finalmente, a su derecha, algunas hojas con consejos prácticos y curiosidades del apartamento, sobre el que dejó el croquis con la distribución de las habitaciones que él mismo había elaborado días atrás. Todo ello confeccionado en un perfecto inglés que poco hacía sospechar que la lengua que había acompañado al señor Grünwald desde su infancia no había sido otra que el alemán. Casi cincuenta años como contable habían cultivado en él un gusto perfeccionista por los detalles que a veces rayaba la compulsión, y que el retiro forzoso de la jubilación no había conseguido mermar en lo más mínimo.
Mientras, Helga se afanaba en terminar de colocar la pequeña compra en la cocina.
-Kurt, ¿crees que le gustará el queso?-.
-Claro Helga, ¿a quién no le gusta el queso?-respondió el señor Grunwald mientras daba suaves golpecitos a los montones de papeles, para que ninguno de los folios sobresaliera.
-¿Y las manzanas? ¿Le gustarán?-.
-Helga, por favor, ¿qué pregunta es esa? Claro que sí. Además, creo que ya está bien. No hace falta que dejes comida para un regimiento. Con que tenga algo para un par de días es más que suficiente. Ya sabes que voy a enseñarle los supermercados cercanos del barrio esta misma mañana.

Mientras comentaba esto, el señor Grünwald ya había salido del salón, y se dedicaba ahora a poner junto a cada uno de los aparatos del piso su correspondiente manual de uso. Cuando dejaba en la mesita de noche el pequeño y amarillento libro de instrucciones del reloj con radio-despertador (¿o es reloj-despertador con radio?) sonreía y pensaba lo inteligente que había sido guardándolos todos estos años. Se había mantenido firme en su negativa a que Helga se deshiciera de ellos: “sólo sirven para guardar polvo, Kurt”, solía reprocharle ella cada primavera y cada otoño, durante la limpieza de armarios y cajones.

Se acercó a la cocina, de donde Helga salía con una fuente de uvas recién lavadas. Juntos se dirigieron, echando un último vistazo a las habitaciones, hasta el salón donde el señor Grünwald colocó, perfectamente alineado con el tocho de papeles del centro, el frutero con los racimos. Y se sentaron a esperar.

Tres minutos después, y salvada la tentación de volver a ojear los documentos, la pareja escuchó el timbre.
-Ya está aquí!- exclamó Helga levantándose y alisando su falda.
-Puntual...me gusta- añadió el señor Grünwald, que con paso tranquilo cruzó el pasillo hacia el recibidor y abrió la puerta.

Una amplia sonrisa y unos profundos ojos azules me saludaron desde el otro lado de la puerta: -Good Morning!

El señor Grünwald es mi casero, y yo ya estoy en Viena.