La inspiración es una autoestopista ingrata. Abandona sin avisar y sin el más mínimo escrúpulo el asiento de copiloto, dejándote con la palabra en la boca.
Se marchó durante mi adolescencia y volvió a mí como un torbellino la mañana que llegué a Viena. Se instaló en mi cabeza, en mis entrañas, en mis ojos y en mis manos. Observar al señor Gründwald y el sistematizado hogar que me había preparado resucitó mi imaginación con nuevas fantasías y creó dentro de mí la necesidad ineludible de estampar todo en negro sobre blanco. Escribir en mi cuaderno marrón se tornó en obsesión durante algunos días, con la sofocante sensación de no poder parar hasta haber confesado cada detalle de mis ensoñaciones. No fueron pocos los días que pasé varias horas sentada en un viejo banco de madera frente al Danubio, desde el atardecer hasta que la oscuridad de la noche no me dejaba descifrar mis propios garabatos.
Se marchó durante mi adolescencia y volvió a mí como un torbellino la mañana que llegué a Viena. Se instaló en mi cabeza, en mis entrañas, en mis ojos y en mis manos. Observar al señor Gründwald y el sistematizado hogar que me había preparado resucitó mi imaginación con nuevas fantasías y creó dentro de mí la necesidad ineludible de estampar todo en negro sobre blanco. Escribir en mi cuaderno marrón se tornó en obsesión durante algunos días, con la sofocante sensación de no poder parar hasta haber confesado cada detalle de mis ensoñaciones. No fueron pocos los días que pasé varias horas sentada en un viejo banco de madera frente al Danubio, desde el atardecer hasta que la oscuridad de la noche no me dejaba descifrar mis propios garabatos.
La inspiración me perseguía, tomaba atajos y me esperaba agazapada tras las esquinas de esta vieja ciudad. Me sorprendía tocándome el hombro y me hacía girar la cabeza para ver el árbol de Schiele. Retumbaba en forma de redoble, ese que el pequeño Óscar producía al golpear su tambor de hojalata. Otras veces, se aferraba a mis piernas y no me dejaba levantarme de mi asiento en el tranvía, porque por fin había decidido qué postal mandaría Esperanza. Y perdía mi parada. Pero el camino de vuelta era sereno y relajado, abrigada en el sentimiento del deber cumplido.
Culpa, sin duda, de la hermosa ciudad que me cobija, y que no pocas veces me ha empañado los ojos. Pero culpa también de la soledad. Esa soledad que siente una medusa, y que puede dañar a aquellos a los que se aferra en un contraproducente abrazo.
Hoy, mi cuaderno es un amasijo de ideas aisladas, tachadas, prohibidas, desordenadas, barrocas, temerarias, melancólicas, secretas....No me reconozco entre esas líneas y llevo varios días sin abrirlo.
No siento interés por la conversación de esa pareja española que junto a mí, en el Kleines Café, despotrica de Zapatero.
Tampoco detengo mi mirada más de cinco segundos sobre esas dos octogenarias señoras que pasean juntas, calcadas la una la otra, y que no han abandonado la infantil costumbre de vestir exactamente igual.
No me preocupa que haya nuevo gobierno, formado por la misma coalición rojo-negra que fracasó en la anterior legislatura o que el malogrado Haider llevase encima una tasa de alcohol en sangre de 1.8 cuando se estrelló hace un par de semanas.
En estos días, no encuentro la forma de escribir sobre todo esto.
Ahora sólo quiero guarecerme en una vieja mecedora, y leer las letras de ese vinilo que cruje en la esquina. Terminado un recopilatorio de The Cure, un nuevo disco comienza a susurrar bajo la aguja. La luz de la lámpara encendida amablemente para que vea mejor me llega desde arriba a la izquierda, iluminando unas líneas del Straight to you de Nick Cave and the Bad Seeds. Sólo tarareo los primeros versos, porque pronto acepto una invitación para bailar en el centro de la pista, descalza, sobre el tibio suelo de madera, frente a un antiguo tocadiscos suizo y a esa reproducción del autorretrato de Schiele fijada con chinchetas a la pared.
¿Tal vez se acerca un nuevo momento de inspiración?...No pararé hoy para recoger a esa autoestopista ingrata. Al menos, mientras dure la canción.
Culpa, sin duda, de la hermosa ciudad que me cobija, y que no pocas veces me ha empañado los ojos. Pero culpa también de la soledad. Esa soledad que siente una medusa, y que puede dañar a aquellos a los que se aferra en un contraproducente abrazo.
Hoy, mi cuaderno es un amasijo de ideas aisladas, tachadas, prohibidas, desordenadas, barrocas, temerarias, melancólicas, secretas....No me reconozco entre esas líneas y llevo varios días sin abrirlo.
No siento interés por la conversación de esa pareja española que junto a mí, en el Kleines Café, despotrica de Zapatero.
Tampoco detengo mi mirada más de cinco segundos sobre esas dos octogenarias señoras que pasean juntas, calcadas la una la otra, y que no han abandonado la infantil costumbre de vestir exactamente igual.
No me preocupa que haya nuevo gobierno, formado por la misma coalición rojo-negra que fracasó en la anterior legislatura o que el malogrado Haider llevase encima una tasa de alcohol en sangre de 1.8 cuando se estrelló hace un par de semanas.
En estos días, no encuentro la forma de escribir sobre todo esto.
Ahora sólo quiero guarecerme en una vieja mecedora, y leer las letras de ese vinilo que cruje en la esquina. Terminado un recopilatorio de The Cure, un nuevo disco comienza a susurrar bajo la aguja. La luz de la lámpara encendida amablemente para que vea mejor me llega desde arriba a la izquierda, iluminando unas líneas del Straight to you de Nick Cave and the Bad Seeds. Sólo tarareo los primeros versos, porque pronto acepto una invitación para bailar en el centro de la pista, descalza, sobre el tibio suelo de madera, frente a un antiguo tocadiscos suizo y a esa reproducción del autorretrato de Schiele fijada con chinchetas a la pared.
¿Tal vez se acerca un nuevo momento de inspiración?...No pararé hoy para recoger a esa autoestopista ingrata. Al menos, mientras dure la canción.