miércoles, 31 de diciembre de 2008

My Blueberry Nights




Si aún no has visto la película, tal vez no quieras leer este post.


Se había quedado dormida sobre la barra, con la mejilla derecha apoyada sobre el frío mármol. Él la observaba desde el otro lado, junto a la máquina del café. Todo parecía prácticamente igual que aquella otra noche, hacía casi un año. No había más clientes en el bar, y las luces de neón del exterior llenaban de sombras intermitentes el rostro de Elizabeth. De la misma forma que la última vez, una minúscula manchita blanca en la comisura de sus labios, delataba el helado de nata que acaba de tomar. Su boca debía saber a ese helado y al pastel de arándanos al que acompañaba. Lo había tomado poco a poco, como aquella última primavera, partiéndolo en pequeños pedazos y mojándolos en la nata antes de comerlos con el tenedor del revés.
Había pequeñas diferencias. Su ondulado cabello negro no caía anárquico en esta ocasión, y estaba recogido en un ajustado gorro de lana verde, de un verde intenso que contrastaba con su piel dorada y su suéter azul. Pero más allá de eso, el principal cambio que había experimentado no podía advertirse en lo superficial.
La chica que había dormido en su barra hacía trescientos días tenía el corazón roto. Él había reconocido su enfermedad desde el primer momento. La razón era que él la había padecido también. La tortura que se aprisiona en el estómago (que no en el corazón), y que te lleva a pensar que hay alguien sin el que no se puede vivir, puede empujarte por diversos caminos. Depende de quién eres y cómo decides sanar. Incluso, cabe la alternativa de no curar nunca. Dejar todo, poner pies en polvorosa y trabajar quince horas diarias a miles de kilómetros, o regentar un bar que está abierto ocho días por semana y en el que nadie pide tarta de arándanos. Son un par de opciones.

La chica que hoy dormía sobre la barra parecía estar completamente curada. El chico de 1’80 y cabello castaño oscuro se había esfumado. Jeremy tenía la certeza absoluta de que así era. No lo habría intentado de nuevo de no ser así.. Apoyó su cabeza en la barra desde el otro lado, quedando su rostro frente al de Elizabeth pero al revés, y la besó. Ella le devolvió el beso. Había recorrido un largo camino. Un trayecto circular que la había llevado hasta aquel mismo emplazamiento, donde todo se había hecho pedazos y donde todo pudo ser remendado.










Es difícil encontrar películas en las que el amor sea el tema central y que no tengan un marcado tufillo cursi. Era más fácil con las de antes, esos llamados grandes clásicos, historias de amor en blanco y negro. Por eso, cuando me topo con alguna actual que, en mi modesta opinión, pasa con nota la evaluación de película romántica de buena calidad, poco menos que me entusiasmo. Es el caso de My Blueberry Nights. Podría incluso decirse, que la última película de Wong Kar Wai (In the Mood of Love, 2046) sufre de un romanticismo exacerbado. ¿Y por qué no? Una historia de historias, distintos tipos de amor y desamor. Un viaje acompañado de canciones de ensueño y una forma de entender el cine en el que los colores, las miradas, los silencios, el caminar de una persona…contribuyen a emocionar minuto a minuto.




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