lunes, 8 de diciembre de 2008

Mauthausen


Silencio y soledad. Nieve bajo mis pies y un aire helado que atraviesa sin pudor mi abrigo nuevo.
Me encuentro en el centro del patio de cocheras. Cierro los ojos y de repente cae la noche. Escucho el rugido de motores y el portón de acceso se abre para dejar paso, en blanco y negro, a varias camionetas. Me atraviesan como si no estuviera allí.
Se detienen en el centro y comienzan a escupir gente de su parte trasera al grito de “¡schnell, schnell!”.

Cobijada en una de las esquinas del patio me percato de que estoy en el principio del fin, donde la dignidad de hombres y mujeres comienza a ser arrancada a jirones junto con su ropa.
Sus cuerpos desnudos aún me parecen humanos. Piel sobre carne y carne sobre hueso. Aterrorizados, expectantes…humanos.

En un abrir y cerrar de ojos se hace de día. La nieve no deja de caer. Subo las escaleras que conducen a una segunda y mayor puerta. Si tras la primera quedaba fuera la dignidad, cruzar ésta equivalía a dejar atrás cualquier esperanza de recuperarla.

Ante mí el patio principal, bordeado de barracones. Comienzan a salir centenares de personas de aspecto cadavérico, uniformados a rayas. Se alinean frente a las casetas. No hay carne. Pellejo. Hueso. Es la segunda revista del día.
Poco a poco forman una fila y abandonan el patio. Se dirigen a la cantera. Los 186 peldaños de la Escalera de la Muerte retendrán a no pocos de ellos, que estarán ausentes en el tercer y último recuento.

En el minuto siguiente cae la tarde. Hace mucho frío. Me refugio en uno de los edificios a mi derecha, amparada en mi invisibilidad. En una habitación de temperatura más agradable algunos hombres juegan a las cartas en una mesa circular. Llevan el mismo uniforme rayado que los sujetos de los barracones, pero son totalmente diferentes. Los integrantes de este grupo de aliento borracho ríen y hablan en alemán, e incluso se permiten gestos de complicidad con un oficial de las SS, que reparte una mano de naipes. De una esquina de la habitación emerge uno de estos presos, abrochándose el pantalón. Sin mediar palabra ocupa el lugar de otro en la mesa. Este último desaparece por la misma esquina. Le sigo. Entra en una habitación situada al final del pasillo contiguo a la sala de juegos. Antes de cerrar la puerta tras de sí alcanzo a ver una cama pegada a la pared y el cuerpo blanquecino de una mujer vuelta de espaldas, acurrucada en posición fetal. Corro hacia la puerta e intento abrirla, pero el pomo no cede. Fuerzo mi mano hacia la derecha y cuando finalmente se abre me encuentro en otro lugar.
Es el museo, y ya no estoy sola. Binnur con su bufanda roja y Karim con su chaqueta verde oliva, están conmigo, observando los paneles. Me relajo en el papel de historiadora. Cifras, nombres, documentos, planos, mapas, fotos, números.
Pero el recorrido llega a su fin y una nueva estancia se abre ante nosotros. Accedo a ella y el blanco y negro reaparece. De nuevo soledad y silencio. Es el punto de no retorno. Las habitaciones de la ignominia. Voy pasando de una a otra con las manos en los ojos, pero con los dedos un poco entreabiertos. Cuerpos gaseados en la primera. Cuerpos congelados en la segunda. Descuartizados en la penúltima, y en el centro de la última de ellas, un horno crematorio. Cenizas.

Salgo corriendo, pensando que se ha acabado, pero dos reclusos escoltados me atraviesan y me paro en seco. Susurran español. “¿Pero dónde vamos?”. “A mí me han dicho que van a tallarnos”. “¿Y para qué quieren tallarnos?”. Uno de ellos es introducido en el edificio. Le sigo. En el muro de una habitación vacía hay un medidor de estatura con una especie de reposacabezas. El reo se sitúa en él. De repente una ranura se abre y tras un ruido sordo su cuerpo se desmorona en el suelo. Alguien le ha disparado en la nuca.

Siento que acarician mi mano y vuelvo a la realidad. Es Binnur. “Se está haciendo tarde, pronto cerrarán”. Los tres cruzamos de nuevo el patio principal, en dirección a la cantera.
Pisando la nieve nos adentramos en una especie de jardín salpicado de monumentos. Localizo en el centro uno compuesto por cinco columnas. Es el erigido en memoria de los republicanos españoles. Está anocheciendo y la nieve cae cada vez con más fuerza. Deposito en el centro un pequeño ramo de flores que difícilmente sobrevivirá a la noche. Frío, silencio, rabia y vergüenza.

Es noche cerrada. Nuestro coche abandona por la estrecha y tortuosa carretera aquel lugar enclavado en medio de la nada. No hay conversación en el viaje de regreso a Viena. Sólo silencio y dolor.

Sirva de lección a los vivos la suerte de los muertos.






El campo de concentración nacionalsocialista de Mauthausen comenzó a ser construido en 1938 y fue liberado en mayo de 1945. Más de 195.000 reclusos estuvieron internados en él y sus campos auxiliares. Más de 105.000 murieron. Es considerado también el campo de los españoles, ya que fue el que más recibió, unos 7500, pereciendo allí más de 5000.

Hoy día es un museo-memorial. Durante la visita se puede percibir muy bien la complejidad organizativa de este tipo de campamentos. No es una simple historia de verdugos y víctimas. Los distintos grupos de presos, los diferentes estatus de cada uno, la evolución de la guerra y la influencia de la misma en el trato que recibían. La resistencia organizada de unos, la servil sumisión de otros. El laberinto de relaciones de poder. Una complejidad que ha sido y es estudiada por historiadores y a la que no me he permitido ni acercarme remotamente en este relato. Sólo he plasmado algunas de las muchas sensaciones que viví estando allí en el, oficialmente, día más frío desde que llegué a Austria.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me acabo de quedar sin palabras, es muy duro de imaginar, pero ir a uno de los campos debe ser terrible.
Aunque lo más doloroso es que los gobernantes y muchas personas quieran olvidar lo que pasó e incluso haya gente que lo justifique o que diga que no existió.
Los historiadores teneis un gran trabajo que es el de impedir que la memoria histórica se pierda pues eso hace que se puedan repetir las mismas atrocidades.
Es increible que del ser humano, mal llamado ser inteligente nazcan tantos horrores...

Bobby dijo...

Genial. Gracias por el relato y, también, por señalar a los cómplices de todo aquello. Si olvidamos somos culpables. Sobre todo el día después de la matanza de los israelitas en Gaza. Que jodida es la historia y su protagonista, el género humano.