viernes, 5 de septiembre de 2008

El señor Grünwald




El señor Grünwald daba un último vistazo a todos los documentos que había colocado sobre la mesa del comedor. Los hacía pasar ante sus ojos de uno en uno por tercera y última vez en aquella mañana de agosto. En un montoncito a su izquierda, los relativos a mapas, callejeros y horarios de transporte. En otro situado en el centro, los referidos a temas económicos y administrativos. Y finalmente, a su derecha, algunas hojas con consejos prácticos y curiosidades del apartamento, sobre el que dejó el croquis con la distribución de las habitaciones que él mismo había elaborado días atrás. Todo ello confeccionado en un perfecto inglés que poco hacía sospechar que la lengua que había acompañado al señor Grünwald desde su infancia no había sido otra que el alemán. Casi cincuenta años como contable habían cultivado en él un gusto perfeccionista por los detalles que a veces rayaba la compulsión, y que el retiro forzoso de la jubilación no había conseguido mermar en lo más mínimo.
Mientras, Helga se afanaba en terminar de colocar la pequeña compra en la cocina.
-Kurt, ¿crees que le gustará el queso?-.
-Claro Helga, ¿a quién no le gusta el queso?-respondió el señor Grunwald mientras daba suaves golpecitos a los montones de papeles, para que ninguno de los folios sobresaliera.
-¿Y las manzanas? ¿Le gustarán?-.
-Helga, por favor, ¿qué pregunta es esa? Claro que sí. Además, creo que ya está bien. No hace falta que dejes comida para un regimiento. Con que tenga algo para un par de días es más que suficiente. Ya sabes que voy a enseñarle los supermercados cercanos del barrio esta misma mañana.

Mientras comentaba esto, el señor Grünwald ya había salido del salón, y se dedicaba ahora a poner junto a cada uno de los aparatos del piso su correspondiente manual de uso. Cuando dejaba en la mesita de noche el pequeño y amarillento libro de instrucciones del reloj con radio-despertador (¿o es reloj-despertador con radio?) sonreía y pensaba lo inteligente que había sido guardándolos todos estos años. Se había mantenido firme en su negativa a que Helga se deshiciera de ellos: “sólo sirven para guardar polvo, Kurt”, solía reprocharle ella cada primavera y cada otoño, durante la limpieza de armarios y cajones.

Se acercó a la cocina, de donde Helga salía con una fuente de uvas recién lavadas. Juntos se dirigieron, echando un último vistazo a las habitaciones, hasta el salón donde el señor Grünwald colocó, perfectamente alineado con el tocho de papeles del centro, el frutero con los racimos. Y se sentaron a esperar.

Tres minutos después, y salvada la tentación de volver a ojear los documentos, la pareja escuchó el timbre.
-Ya está aquí!- exclamó Helga levantándose y alisando su falda.
-Puntual...me gusta- añadió el señor Grünwald, que con paso tranquilo cruzó el pasillo hacia el recibidor y abrió la puerta.

Una amplia sonrisa y unos profundos ojos azules me saludaron desde el otro lado de la puerta: -Good Morning!

El señor Grünwald es mi casero, y yo ya estoy en Viena.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

He estado revisando los comentarios de otras entradas y me he fijado que en este, por ser el primero quizás, nadie te ha respondido.

No pretendo decir algo serio, o solemne por ser el primero, tan sólo inaugurar esta parte de tu blog.

Besos que ya no llegan a Viena

Aguamala dijo...

Gracias Mr. Bentham, su vida sí que daría para rellenar blogs y blogs...tanto la suya como la de su álter ego...
Besos!