lunes, 22 de septiembre de 2008

Cuatro árboles


Me había prometido a mí misma aprovechar al máximo que el sol aún brillaba con prudencia en Viena para visitar todo lo que tuviera como única techumbre el azul del cielo. Se sucedieron pues, durante varias tardes y algunos fines de semana, paseos interminables por las calles, plazas y parques más hermosos de la ciudad. El dilema llegó al cruzar desde la fachada principal del Belvedere al segundo de sus patios, dejando atrás la inmensa fuente en la que se refleja el blanco palacio, coronado por tejados y cúpulas de cobre que ya han envejecido hacia un verde apagado. Me topé, tras pasar la verja sorteando a una docena de cámaras y sus respectivos nipones, con los geométricos jardines a la derecha, y con la entrada al museo del Alto Belvedere a la izquierda. El proceso tentativo de indagar de cerca algunos de los lienzos más famosos de la Historia del Arte, y que había conocido a la luz del viejo proyector de la cursi profesora Josefina, culminó en rendición y me adentré en el edificio y en sus salas.

Primer sobresalto. En la segunda planta, en la pared del fondo a la izquierda, un idealizado y joven Napoleón a lomos de un caballo de doradas crines se dispone a cruzar los Alpes. Es la tercera de las copias realizadas por el propio David, hecho que no evita que mi corazón contemporaneísta se dispare.
Segundo sobresalto. En la primera planta, y asombrosamente con poca gente a su alrededor, me encuentro con una pareja de amantes que se abraza mientras que el hombre besa suavemente en la mejilla a la mujer, peligrosamente ambos cerca de un precipio, rodeados de mosaicos dorados y flores de brillantes colores. Pensaba que el cuadro de Klimt me desilusionaría. Un universal beso, tan obsesivamente reproducido por esta sociedad consumista, que podría haber perdido su significado, pero que resurgió ante mí como lo que es, una obra maestra que debió dejar patidifuso al público que alumbró su nacimiento a principios del siglo pasado.
Tercer sobresalto y último, porque en este decidí arrancarme el corazón de cuajo y la audioguía de acento latinoamericano y dejarlos a mis pies. Quería poder escrutar bien lo que tenía ante mis ojos. Colores cálidos para un paisaje en el que hay cinco protagonistas: el atardecer y cuatro árboles alineados frente a unas lejanas montañas. Inevitablemente, mi mirada se detiene en el segundo de ellos. Al contrario de sus compañeros, este árbol nos muestra sus ramas casi desnudas, como si el otoño se hubiese cebado sólo con él. Schiele se identificaba amargamente con él. Se sentía trágicamente fuera de la cotidianeidad que le rodeaba, intrínsicamente alejado de una sociedad que sólo dejaba de ignorarle cuando iba de la mano de su maestro Klimt. Pero, ¿acaso ese árbol no representa además la necesidad imperiosa e inevitable que tenemos muchos, afortunadamente no todos, de singularizarnos en nuestra desgracia y regodearnos en nuestras pequeñas miserias? Aquí una que levanta la mano, aunque cada atardecer me esmero en renacer con la frondosidad de alguno de los otros árboles. A veces lo consigo, paseando sola por Viena, leyendo junto al Danubio, compartiendo vino y confidencias con Ana, o frente al escaparate de una librería cerrada a altas horas de la madrugada. Cada pequeño acontecimiento añade una hoja a mi ramaje, y es posible que este invierno no pase tanto frío.
La ciudad me lo pondrá difícil, porque tras mi periplo hispano-francés, me la encuentro muy cambiada. Se ha desecho del cálido disfraz con el que la despedí hace doce días para llenarse de charcos y ensuciarme los pantalones. Seguiré resguardándome en su historia, que ahora, es también un poco la mía.

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