El señor Grünwald llegó muy puntual, como no podía ser de otra forma. Tocó al timbre y el sonido se confundió con el de las señales horarias de la radio de la cocina, que anunciaban las diez. Mientras me dirigía al recibidor me preguntaba si tal vez él había llegado antes. Seguro que de ser así, al consultar su reloj, habría preferido esperar uno o dos minutos antes de llamar, como la pintoresca pareja de matones de Pulp Fiction.
Le abrí la puerta, en una escena similar a la que ambos protagonizamos hace ya más de un mes. Sólo que en esta ocasión era yo la que le invitaba a entrar y él el invitado. Tras saludarme se quitó sus zapatos de cuero negro, con el objetivo de mantener lo más limpia posible la moqueta que Helga había mimado durante años.
Amablemente arregló la antena de televisión de mi cuarto, a pesar de que le dije que no era necesario y que apenas había notado su ausencia gracias al tambor de Grass, y a la red inalámbrica que algún vecino olvidó bloquear. Con una de sus grandes sonrisas me dice que no al café recién hecho que le ofrezco. Tiene que ir a votar. Cuando se está colocando de nuevo los zapatos se gira hacia mí y me pregunta: “¿Quieres venir?”
El patio del colegio no es muy grande. Imagino que en un país en el que el curso escolar transcurre en los meses menos agradecidos del año, no merece la pena invertir metros en un espacio tan poco utilizable. Hoy, sin embargo, el día es asombrosamente primaveral. El sol ha calentado con mimo el banco de metal verde en el que me siento a esperar. Desafortunadamente, no me han dejado entrar con el señor Grünwald.
No hay mucha gente a mi alrededor. El silencio de esta mañana de domingo está roto sólamente por dos niñas que juegan en el centro del patio. Deben tener algo más de dos años, tres a lo sumo. Una de ellas tiene el pelo de un rubio extremadamente claro y recogido en una trenza. Viste un“pichie” de paño rosa sobre camisita blanca, que me retrotrae a mi infancia en el pueblo y a los domingos paseando hacia el bar de mano de mis padres. Para completar el clásico conjunto, zapatos brillantes de charol negro. La otra pequeña tiene el cabello oscuro, que en forma de rizos brota de su cabeza y cae danzarín sobre sus hombros. Lleva un sencillo chandal y unas deportivas, todo de color blanco. La primera está en el centro del patio, dando vueltas sobre sí misma sin parar. La morena corre a su alrededor, en forma también circular, evocando en mi imaginación algo similar al movimiento del Sol y la Tierra. No paran de chillar y reir a carcajadas, que aumentan de volumen cuando la rubita se cae por efecto del mareo. Ayudada por su compañera intercambian sus lugares para continuar incesantes sus juegos astrales.
Le abrí la puerta, en una escena similar a la que ambos protagonizamos hace ya más de un mes. Sólo que en esta ocasión era yo la que le invitaba a entrar y él el invitado. Tras saludarme se quitó sus zapatos de cuero negro, con el objetivo de mantener lo más limpia posible la moqueta que Helga había mimado durante años.
Amablemente arregló la antena de televisión de mi cuarto, a pesar de que le dije que no era necesario y que apenas había notado su ausencia gracias al tambor de Grass, y a la red inalámbrica que algún vecino olvidó bloquear. Con una de sus grandes sonrisas me dice que no al café recién hecho que le ofrezco. Tiene que ir a votar. Cuando se está colocando de nuevo los zapatos se gira hacia mí y me pregunta: “¿Quieres venir?”
El patio del colegio no es muy grande. Imagino que en un país en el que el curso escolar transcurre en los meses menos agradecidos del año, no merece la pena invertir metros en un espacio tan poco utilizable. Hoy, sin embargo, el día es asombrosamente primaveral. El sol ha calentado con mimo el banco de metal verde en el que me siento a esperar. Desafortunadamente, no me han dejado entrar con el señor Grünwald.
No hay mucha gente a mi alrededor. El silencio de esta mañana de domingo está roto sólamente por dos niñas que juegan en el centro del patio. Deben tener algo más de dos años, tres a lo sumo. Una de ellas tiene el pelo de un rubio extremadamente claro y recogido en una trenza. Viste un“pichie” de paño rosa sobre camisita blanca, que me retrotrae a mi infancia en el pueblo y a los domingos paseando hacia el bar de mano de mis padres. Para completar el clásico conjunto, zapatos brillantes de charol negro. La otra pequeña tiene el cabello oscuro, que en forma de rizos brota de su cabeza y cae danzarín sobre sus hombros. Lleva un sencillo chandal y unas deportivas, todo de color blanco. La primera está en el centro del patio, dando vueltas sobre sí misma sin parar. La morena corre a su alrededor, en forma también circular, evocando en mi imaginación algo similar al movimiento del Sol y la Tierra. No paran de chillar y reir a carcajadas, que aumentan de volumen cuando la rubita se cae por efecto del mareo. Ayudada por su compañera intercambian sus lugares para continuar incesantes sus juegos astrales.
No muy lejos de ellas hay dos grupos de personas. A la izquierda, cerca de la puerta de entrada al colegio, una pareja elegante de unos treinta, con un pequeño carro azul charla muy bajito con una señora mayor. Tan bajito, que si no fuera porque los veo abrir sus bocas y eventualmente sacudir la cabeza, pensaría que conversan telepáticamente. El otro grupo de gente, a la derecha de las niñas, es algo más numeroso pero igualmente silencioso. Una mujer de unos cincuenta junto a otra de poco más de veinte, ambas cubiertas con pañuelos de tonos claros. Frente a ellas tres hombres, de diferentes edades, dos de ellos con el típico bigote turco; no así el tercero, que por su imberbe edad tendría que esperar al menos un par de años.
Llega el momento del drama. La pareja elegante parece querer marcharse y se acerca a recoger a su rubita. Con lo que no contaban era con la firme amistad creada en cinco minutos de carreras en el patio del colegio. Ambas niñas se agarraron por las manos, y separarlas parecía tarea imposible, incluso cuando la madre de la segunda también acudió a tratar de romper aquel vínculo interplanetario. Conforme aumentaban los tirones de los progenitores, los llantos y gritos de aquellas criaturas comenzaban a parecerme tan peligrosos como los del pequeño tamborilero de Grass. La sangre no llegó al río, y finalmente aquellas dos manitas interracialmente unidas cedieron a las fuerzas externas. Se seguían mirando llorosas mientras eran alejadas la una de la otra. No hubo palabras ni despedidas entre los adultos.
Llega el momento del drama. La pareja elegante parece querer marcharse y se acerca a recoger a su rubita. Con lo que no contaban era con la firme amistad creada en cinco minutos de carreras en el patio del colegio. Ambas niñas se agarraron por las manos, y separarlas parecía tarea imposible, incluso cuando la madre de la segunda también acudió a tratar de romper aquel vínculo interplanetario. Conforme aumentaban los tirones de los progenitores, los llantos y gritos de aquellas criaturas comenzaban a parecerme tan peligrosos como los del pequeño tamborilero de Grass. La sangre no llegó al río, y finalmente aquellas dos manitas interracialmente unidas cedieron a las fuerzas externas. Se seguían mirando llorosas mientras eran alejadas la una de la otra. No hubo palabras ni despedidas entre los adultos.
La rubia fue sentada en su carrito, y sólo dejó de llorar cuando su padre le dio un globo de color azul. Me fijé bien, y en letras blancas tenía estampadas unas siglas: FPÖ. Las siglas del partido de la xenófoba ultraderecha, o mejor dicho, de una de ellas.....porque en Austria, como del infantil postre, prefieren dos. No puedo dejar de relacionar simbólicamente la escena vivida con la tensión política del país, y que las adelantadas elecciones que hoy se celebran, no parece que vayan si no a empeorar aún más.
El señor Gründwald me saca de mi ensimismamiento. “Ahora sí que te acepto ese café”, me dice sonriendo desde arriba y tapando con su cabeza el sol que tenía de cara. Me cae bien el señor Grünwald. Prefiero no saber qué ha votado, por si acaso.
El señor Gründwald me saca de mi ensimismamiento. “Ahora sí que te acepto ese café”, me dice sonriendo desde arriba y tapando con su cabeza el sol que tenía de cara. Me cae bien el señor Grünwald. Prefiero no saber qué ha votado, por si acaso.