Seguiremos allí...y tal vez aquí pondremos-copiaremos algún que otro relato.
Perdonad el coñazo, pero sois pocos y sé que me apreciáis.
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Dos de la madrugada. La locura y el desorden de urgencias contrastaban con la calma y el silencio de aquella novena planta. Agotado, vencido por el descontrol, cruzó el pasillo en penumbra con la cabeza baja. Tras revisar la medicación de un par de pacientes se dirigió a su despacho. Se sentó frente al escritorio. No podía dormir. La noche lo activaba. Decidió poner al día algunas historias. Mientras se encendía el ordenador buscó en su maletín el tabaco de las guardias. Fue entonces cuando reparó en un sobre blanco que no recordaba haber puesto ahí. “LÉEME”.
Reseña de un médico poeta
Padece de empatía.
Sana, enferma o muere
a la par de los pacientes.
Ofrece su cuello a degüello,
el primero,
a edipos de sonrisa de oro.
Se considera desastre y vuela
pero sólo hay ventura cuando pisa.
Muda su piel frente a la sierra
cada otoño y cada primavera.
Amasa reproches en invierno
y en verano pierde apuestas.
Diseña carteles con luces de neón
para su terraza de Las Vegas.
Tiene labios de geografía confusa
con estrías cambiantes y difusas
letras mengüantes de historias mutantes
que evidencian su estado de ánimo.
Orina anécdotas sobre la luna
en las madrugadas escarchadas.
Juglar de la vida de sus juglares,
soldado desconocido de tertulias
reclutado por Calíope para sus batallas.
Orfeo regresado del inframundo
que compone una nana improvisada.
Renace a la vida en el desierto
donde llena de lluvia su boca
y toman olor a tierra mojada
su pecho, su cuello y su nuca.
El médico poeta receta insomne
poemas sobre la almohada
que luego olvida
tatuados en mi espalda.
Origina tifones en mi ombligo
y a la orilla de mi vientre
suspira oleaje de marejada.
Sólo compone, el poeta,
cuando arrecia la tormenta
cuando se desmorona la montaña
bajo los pies de musas inquietas.
Vacío el cuaderno cuando rige el sosiego.
Seco el tintero cuando gotea la calma.
Dos meses lleva, el poeta,
sin escribir una palabra.
En mi regazo duermes
mientras me despido
de un Venetto renacido a Baco.
Tus preocupaciones
se me clavan en el costado derecho
con la afilada certeza
de no poder segarlas.
Se paga la respetabilidad
y a veces es demasiado cara.
De caminar lento
sereno movimiento
elegante y comedido
civilizado, callado,
barba entrecana poco cuidada,
veneciano nacido lejos de Venecia.
Demasiado tarde para ambigüedades
tu olor ha penetrado ya en mi ropa.
Cruje tu cabello entre mis dedos,
espigas secas fuera de cosecha.
Amaso tu mar de preocupaciones
para empequeñecerlas
y que al despertar,
sin saber por qué,
puedas acariciarlas
como se acaricia a un cachorro
al que no se teme.
Demasiado tarde para trampas
tu olor ha penetrado ya en mi alma.
Que se queden en recuerdos
los cuadernos de viaje,
los capuccinos que se enfrían
en la estación sobre una mesa.
Escribe al despertar las palabras
bajo las sábanas
deja que allí se pierdan.
Yo amasaré, mientras duermes,
una a una tus preocupaciones.
Demasiado tarde es para nada,
tu olor ha penetrado ya en mi cama.
Maxim conduce en silencio, con ambas manos en el volante. La oscuridad que duerme al día desdibuja su perfil de resucitado taciturno. Su mirada está perdida en la carretera por la que el coche se desliza casi por inercia. Parecemos volar sobre un asfalto que se ennegrece súbitamente bajo la sombra de una luna consumida. “Maxim..”, le susurro. Su rostro grave no se inmuta. “Falta poco”. “Falta poco... ¿para qué, Maxim?”. No hay respuesta. Un frío lacerante penetra por las ventanas abiertas. Le observo suplicante y me estremezco en el asiento del copiloto. Pierdo la noción del tiempo. Ya es noche cerrada. El coche se abre camino en la nada, agrietando la densa negrura con la mortecina luz de los faros.
Frena con suavidad y se detiene a un lado de la carretera. Sin mirarme, tras respirar hondo, me pide que baje. “Pero Maxim... ¿de qué hablas?...” “¡Que te bajes he dicho!”, me interrumpe con violencia. Me precipito instintivamente al exterior, temblando. “Ha vuelto y me espera, después de esperarla yo tanto. Me aguarda en Manderley”. “Pero Maxim, ¿de qué hablas? Manderley ya no existe. Tú y yo vimos cómo ardía. Cenizas. Eso es todo lo que allí queda”. Se gira hacia mí sonriendo extrañamente, casi con ternura. “No has cambiado. Sigues siendo aquel potro asustadizo con el que me topé en Montecarlo, tan inocente. Vuelvo a Manderley, y tú tienes que quedarte aquí”. Arranca el coche y se marcha, mientras yo, inmovilizada y enmudecida en aquella cuneta silenciosa, comienzo a descomponerme lenta e irreversiblemente, ahogándose hasta la última de mis partículas en la inexistencia más oscura.
Es entonces cuando despierto, sin brusquedad, a una luz cegadora. Tres parpadeos me regalan la borrosidad de una ventana encendida. Todo parece teñido de un naranja tenue: las sábanas, el calor, el silencio, el olor. Me despierto lentamente, como si la claridad materializase célula a célula mi cuerpo sobre el colchón. Me giro para ver el cuerpo de Maxim, que desnudo y tibio a mi derecha, duerme de costado sobre la almohada. Y llega, con la luz, la calma. Y mientras le beso furtivamente en la nuca, me reconforto en mi felicidad madura, en la llegada de un nuevo día, en ese instante que ni la peor pesadilla podrá decolorar jamás en mi memoria futura: justo ahora, ante mí, veo otro amanecer en su espalda.
Tiene una paciencia admirable y nunca se queja; ni siquiera cuando se acuerda..., lo cual ocurre, me parece, con más frecuencia de lo que él quisiera darme a entender. Lo noto, porque algunas veces se queda de repente como perdido y ensimismado; se borra la expresión de su cara querida, como si una mano invisible se la hubiera robado, y en su lugar aparece una máscara, esculpida, rígida, helada, siempre bella, pero sin vida. Comienza a fumar cigarrillo tras cigarrillo, sin molestarse en apagarlos, y las colillas, encendidas aún, van cayendo al suelo como pétalos.
Rebeca, (Daphne du Murier, 1938)