sábado, 29 de agosto de 2009

Once minutos de cocción


Cocinar me hace divagar. Es en esos instantes, entre fogones que ya no queman y disparan la factura de la luz, junto a una copa de vino que me asiste cual fiel pinche, cuando se fraguan algunas de mis creaciones menos orgánicas.
Hoy tocaba pasta, perfecto para un día de tregua tras un fin de semana que cayó en miércoles. Algo sencillo, pero sabroso tras poner en práctica los trucos de una siciliana que no pronuncia la hache en inglés y sufre de estrés crónico. Agua, sal y un rato para reflexionar.

En once minutos de cocción, una mirada al pasado remoto y al cercano. A cómo desde la infancia a la madurez va complicándose nuestra vida. Las experiencias que respiramos, los amigos que traficamos, las fases que superamos, se pegan como jirones a nuestro ser y los vamos cosiendo como mejor podemos. Nos construimos, destruimos y reconstruimos sin pausa, porque eso es vivir.

Hay personas sin costuras, que han tenido muy claro, casi desde su niñez, qué querían y cómo conseguirlo. Sin complicaciones, sin carreteras secundarias, una felicidad sobria y discreta, tremendamente eficiente pero limitada. Son aquellos que cuando fueron niños tuvieron mirada adulta, y que muy raramente lloran viendo una película.
Hay otras personas, en cambio (las más, creo yo), que acumulan remiendos como heridas de guerra. Cicatrices cosidas al compás del paso de las estaciones y que a veces duelen cuando amenaza lluvia. Nuestro ser se convierte en un mapa cada vez más detallado, que habla de nosotros y de todo lo que nos rodea. El paso de los años aumenta su complejidad, tanto que a veces nos creemos ilegibles a ojos de los demás. Así, nos disfrazamos para tapar los parches mal hilvanados y para escondernos del recién llegado, deslumbrar al de más arriba o agradar al respetado. Y lo que es peor, el miedo asoma cuando se trata de desplegar el mapa de otro. Y con la convicción de que es tan enrevesado como el nuestro o más, dejamos la cartografía en manos del destino, ese que casi siempre se olvida nuestras señas.
Afortunadamente hay eventos que emergen en nuestra cotidianeidad como emblemas de esperanza. Hazañas de otros que superaron miedos y sortearon obstáculos. Valientes que rozaron con las yemas de los dedos la piel zurcida de quien llamaba a su puerta. Atrevidos que se sentaron en bancos de parques hasta el amanecer. Osados que se dieron una segunda oportunidad mirando al mar. Experiencias de otros que, por suerte, nos impiden curarnos del romanticismo a los que padecemos esta desleal enfermedad.

Once minutos de cocción dan para mucho. Ahora toca comer, y mientras se come, ya no se piensa.















2 comentarios:

Anónimo dijo...

Sólo Don Manuel Vazquez Montalbán (R.I.P) le hubiera sacado tan tremendo jugo a un quehacer culinario.Una vez más me inclino ante tu prosa.
Crowley

Anónimo dijo...

Fabuloso, y!Que realidad