lunes, 6 de octubre de 2008

Una postal


Juan buscaba desesperadamente algo con lo que escribir, mientras sujetaba como podía entre mejilla y hombro el teléfono móvil. La voz nasal de una operadora telefónica estaba ya dictando el número de atención técnica…”dos, cuatro, cuatro...”y él no encontraba nada con lo anotar...”¡¡Espere un segundo, señorita!!”.

Se arrodilló frente al mueble del salón, intentando abrir el cajón que había más abajo…ese que siempre estaba atascado...ese que siempre olvidaba arreglar. Todos los bolígrafos de la casa debían estar atrapados en ese cajón. De otra forma, no podía entender cómo era posible que años de al menos una compra semanal de un par de ellos tuvieran como resultado su total ausencia en el piso.

Demasiado tarde. La voz estaba enlatada y el mensaje había llegado a su fin. Después de quince minutos navegando entre las teclas de su teléfono…….”marque uno si tal”, “por favor, marque tres para cual”…debía empezar el proceso de nuevo.
Se dejó caer hacia atrás, sentándose en el suelo frente al mueble, y lanzó el móvil contra el sofá que había a su izquierda.

El cajón había cedido un poco. Más de la parte derecha que de la izquierda. Y así, moviéndolo alternativamente de cada lado, consiguió en cinco o seis tirones abrirlo casi completamente.

Comenzó a rebuscar y efectivamente….un par de bolígrafos le saludaban burlonamente junto a un viejo diccionario de inglés-español. Los cogió, preguntándose aún dónde estarían el resto de los cientos que debían habitar bajo aquel mismo techo, y se disponía a cerrar el cajón cuando algo llamó su atención.
Debajo de un par de viejas guías de teléfono asomaba la esquina de una imagen en blanco y negro. Una parte de un todo que le resultaba, en cierta forma, familiar.
Alargó sus manos y extrajo lo que parecía ser una postal. Frente a él, la imagen de una calle más o menos transitada de una gran ciudad ambientada a finales del siglo XIX. Gente vestida a la moda de la época inmortalizada entre edificios, escaparates, calles empedradas y coches de caballos.

Giró la postal. En la parte derecha, el sello, su nombre y la dirección de su antiguo piso a las afueras de la ciudad. Concentró su atención en la mitad izquierda.
Ningún saludo. Sólo cinco frases, comenzadas cada una de ellas por un número:
1-Porque esta ciudad tiene miles
de pequeñas cafeterías para charlar.
2-Porque te debo una cena
y he encontrado el restaurante perfecto.
3-Porque una semana no es nada,
pero mejor que nada es.
4-Porque comienza a hacer frío.
5-Porque quiero verte.
Un beso,
Esperanza.


Juan sonreía mientras leía aquella pequeña lista de razones. ¿Cuántos años hacía de aquello? ¿Diez? Sí. El matasellos delataba un otoñal día de 2008.
Viajó hacia atrás en el tiempo, para rememorar efímeramente una habitación en penumbras, la fragancia floral de un cuello, el tacto de unas mejillas cálidas y sonrosadas…Todo quedaba tan lejos...En aquellos días, el trabajo comenzaba al anochecer y se alargaba durante la madrugada. Las horas se perdían entre saberes ajenos. Palabras y palabras que se articulaban en cimientos sobre los que construir, destruir y reconstruir. Ahora, el deber diario le hacía levantarse a las siete cada mañana, y su única batalla era luchar contra las legañas y el desinterés de sus alumnos.

Se preguntó que habría pasado si hubiese aceptado la invitación que aquellas cinco líneas trataban de justificar. ¿Sería su vida diferente hoy? “Es de necios hacer historia de lo que no ha pasado. Porque si no ha pasado, no es historia”, se dijo a sí mismo. La distancia y el tiempo habían dictado una sentencia que no fue apelada en su momento, y que había caído inexorablemente en el olvido. Permitió a los recuerdos jugar algunos minutos más en su memoria, allí mismo, sentado en el suelo.
Finalmente volvió a colocar la postal en el lugar de donde la había cogido. Sin dejar de sonreir, y sabiendo que no volvería a abrir aquel cajón en meses o años, lo cerró. Se levantó y recogió su móvil. Dio un pequeño suspiro y comenzó a marcar de nuevo los números de atención al cliente.




Esperanza estaba ensimismada frente al pequeño buzón amarillo de Langefeldgasse. Su ausente mirada se perdía en la fina y negra ranura que anunciaba el interior de aquel purgatorio de noticias. Se fijó en las dos postales que tenía en sus manos. Exactamente iguales por el lado que mostraba la imagen de una céntrica calle de la ciudad, hacia 1890, en blanco y negro. Una larga noche de insomnio y divagaciones no la habían ayudado en su decisión. Las dos postales seguían con ella. Las giró para leerlas una vez más. Mismo sello, misma dirección, distinto mensaje.

En su mano izquierda:

Querido Juan,
un abrazo desde esta hermosa ciudad
donde el invierno parece haberse ya acomodado,
pintando de gris sus viejas calles.
Con cariño,
Esperanza.

En su mano derecha:

1-Porque esta ciudad tiene miles
de pequeñas cafeterías para charlar.
2-Porque te debo una cena,
y he encontrado el restaurante perfecto.
3-Porque una semana no es nada,
pero mejor que nada es.
4-Porque comienza a hacer frío.
5-Porque quiero verte.
Un beso,
Esperanza.



La versión amistosa que apestaba a cobardía, frente a la ilusión romántica corrompida por la fantasía. Suspiró profundamente. ¿Decisión tomada? Acercó su mano derecha al buzón e introdujo la postal hasta la mitad, deteniéndose en seco antes de soltarla. Permaneció así unos segundos, sin respirar, valorando por enésima vez pros, contras, realidades, sueños, deseos, recuerdos...Fue entonces cuando comenzó a llover. Una de las gotas mojó la imagen de la vieja ciudad sacándola repentinamente de su abstracción. Abrió automáticamente la mano y dejó caer la tarjeta al interior. Le pareció escuchar el sonido de la postal golpeando el fondo metálico del buzón. Debía haber pocas cartas dentro de aquella caja amarilla, vencida por la eficiencia de la tecnología y esos mensajes que no pueden acariciarse ni apretarse contra el pecho. El dilema había llegado a su fin. Esperanza dio media vuelta y regresó al trabajo.
Ahora sólo quedaba esperar.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Tus postales se abrazan con la mirada, ojos abiertos y fisgones que se agazapan tras la ventana para descubrir retales hermosos del mundo que transpiras. Es un blog delicioso. Gracias. Un beso.

Dr J.

Aguamala dijo...

Gracias a ti, Dr. J.
Es un placer saber que a veces, entre nocturno y nocturno, cruzas al otro lado del espejo.

Un beso.

Anónimo dijo...

Me gusta la intensidad de tu relato, aunque tus personajes no se atrevieran a meterse hasta el fondo en el río de la vida. Hay una canción de Mercedes Sosa que me encanta, sobre la diferencia entre honrar la vida y permanecer o transcurrir. Mejor luchar a brazo partido contra la corriente que morir sin salpicaduras en la orilla...

Un beso, Nadia. Beso también al querido Dr. J.

Aguamala dijo...

Gracias M. No puedo estar más de acuerdo contigo y con Mercedes Sosa.

Es sólo que a veces la corriente es fuerte, y la lucha por la supervivencia y no perecer ahogado puede más.

Un beso.

Anónimo dijo...

Este también sería muy adecuado para lo que te dije antes.
Me encanta, es sencillo pero cala en el alma de quien lo lee y le recuerda tantos momentos de la vida en los que ha estado en esa tesitura y las distintos caminos tomados.
Sigue escribiendo.
Un besazo